Al recordar el beso furtivo en la galería, el corazón de Claudio se detuvo por un instante.
A pesar de que la chica solía mostrarse explosiva, en el tema de los besos, era evidente que apenas empezaba a descubrir ese mundo.
Marisa ayudó a Rubén a salir del Club Nocturno Estrella. El carro de la familia Olmo ya esperaba en la entrada. El chofer, al verlos, se apresuró a acercarse para echar una mano.
Pero Rubén reaccionó enseguida y lo apartó, aferrándose aún más a Marisa. Alzó la cabeza, con la mirada un poco nublada por el alcohol, y murmuró con voz melosa:
—¡Solo quiero que la señora Olmo me ayude!
El chofer titubeó y se hizo a un lado.
Al ver que no podía asistir a Marisa, optó por abrir la puerta trasera del carro.
Marisa no era baja; con su metro sesenta y siete, podía pasar desapercibida en un grupo de chicas, pero no se consideraba pequeña. Sin embargo, al intentar sostener a Rubén, que rozaba el metro noventa, sintió que su estatura no le alcanzaba para tanto.
Con esfuerzo, logró acomodar a Rubén en el asiento trasero y subió enseguida tras él.
Ni siquiera había terminado de acomodarse, cuando un beso inesperado la envolvió.
El aroma a madera y pino, tan característico de él, se mezclaba con el perfume intenso del vino tinto.
Marisa intentó apartarse.
Pero Rubén, completamente entregado al efecto del alcohol, ya no tenía control de sí mismo.
Ese beso largo y desenfrenado los dejó sin aliento a ambos, hasta que, por fin, se separaron para tomar aire.
Marisa frunció las cejas y le soltó, con voz aguda y clara:
—Rubén, tomaste demasiado.
Rubén le sostuvo la cara entre las manos, inclinándose hacia ella como un niño travieso. Asintió despacio, con la voz ronca:
—Sí, la verdad, me pasé con el vino.
Marisa le tomó las manos y desvió el rostro, apartándose.
No lo miró. Su actitud, ahora, se sentía mucho más distante que antes.
Rubén, sin embargo, parecía haberse transformado en un cachorro aferrado a su dueña. Se inclinó todavía más, buscando los ojos de Marisa.

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