El conductor del taxi miró a Marisa con cierta duda.
—Señora, ¿va a subir o no?
Sin dudarlo, Marisa abrió la puerta y se acomodó en el asiento trasero.
—Sí, vamos.
Del otro lado del teléfono, Samuel soltó un grito de desesperación, casi fuera de sí.
—¡A Noelia le pasó algo! ¡Debiste ayudarla tú de inmediato y buscar al doctor Ramírez! Más aún, Noelia ya lo dijo, ¡tú fuiste la que la empujó! ¡Es tu responsabilidad solucionar esto! ¡La situación de Noelia es muy grave, no me obligues a decir cosas que no quiero!
¿Cosas que no quiere decir? Marisa soltó una risa ligera. ¿Qué palabras podían ser más crueles que las acciones que ellos mismos habían cometido?
Se acomodó el cabello revuelto con la mano, su mirada se perdió un instante en el paisaje que pasaba velozmente tras la ventana. Sentía una fortaleza renovada, más firme que nunca.
—Desde que recibí la noticia de la muerte de mi esposo Samuel, yo ya no tengo nada que ver con los Loredo. No voy a sacrificarme ni a pedir favores para Noelia a nombre de la familia Páez. Si insisten en que yo la empujé, entonces presenten pruebas. Estoy ocupada, tengo que atender a los invitados de la familia Páez. Si no tienen pruebas, dejen de molestarme. Si las tienen, háganlas públicas y ya.
Samuel se atragantó, sorprendido.
—¿Invitados? ¿Qué invitados?
La sonrisa de Marisa se ensanchó, ahora sí, de verdad divertida.
—Por supuesto, los invitados a mi boda.
La desesperación de Samuel iba en aumento, pero al mirar la puerta cerrada de la sala de emergencias, prefirió dejar de lado por el momento el asunto del matrimonio de Marisa. La prioridad era el hijo de Noelia.
Si perdían al bebé, todo este sufrimiento tendría que empezar de nuevo. Solo faltaban unos meses y todo podría volver a la normalidad...
—¿No te vas a casar con ese viejo solo por dinero? ¿Cuánto quieres? Mientras no pidas una locura, yo te lo pago. Considéralo el precio por el favor que nos podría hacer la familia Páez.
Marisa no pudo evitar rodar los ojos. ¿Quién dijo que su futuro esposo era un viejo? La imagen de Rubén se formó en su mente. Él no tenía nada que ver con la idea de un anciano.
—Lo siento, pero este favor no tiene precio. La familia Páez no vende ese tipo de cosas. Así de simple.
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