—Adelante.
La voz profunda y elegante de Rubén resonó en el estudio.
Marisa empujó despacio la puerta, entrando con cautela.
Al ver que era ella, Rubén no pudo evitar una chispa de sorpresa en su mirada. Había pensado que Marisa no sería quien diera el primer paso para buscarlo. Al menos, no esa noche.
Marisa cerró la puerta tras de sí, con determinación. Se paró junto a Rubén, su postura seria y decidida.
—Tengo que platicar contigo.
Rubén arqueó una ceja. En la mayoría de las ocasiones, él tenía esa habilidad —la de intuir lo que otros estaban a punto de decir—, pero con Marisa, todo era distinto. Nunca lograba anticipar sus palabras.
Se levantó, apartó la gran pantalla del escritorio y jaló la silla frente a él, señalándole a Marisa que se sentara. Solo cuando ella lo hizo, Rubén volvió a ocupar su sitio.
Ahora los dos estaban cara a cara. La atmósfera se puso tan tensa como si estuvieran en la sala de juntas de Grupo Olmo.
Marisa aclaró su garganta, clavando la mirada en los ojos de Rubén, intensos y brillantes como estrellas.
—Quiero hablar contigo sobre lo del embarazo.
Rubén, por dentro, sentía una maraña de dudas. No lograba imaginar qué era exactamente lo que Marisa quería decirle. Esa incertidumbre lo incomodaba, como si estuviera esperando una sentencia.
Se obligó a mantenerse sereno.
—Dime, te escucho.
Marisa repasó mentalmente sus palabras antes de hablar. Su voz, tranquila y suave, rompió el silencio.
—Cuando estábamos en la mesa, escuché lo que le decías a Sofía. Creo que tienes un malentendido conmigo.
Pausó por un instante. Sabía que remover viejas heridas no era fácil, pero prefería enfrentar los problemas antes que dejar que se volvieran un obstáculo entre ellos.
—Cuando vivía con la familia Loredo, nunca pude embarazarme. Necesito ser honesta contigo: los médicos me dijeron que era muy difícil que yo pudiera tener hijos.
Rubén no apartó la vista de Marisa, esperando a que terminara.

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