Samuel llegó corriendo desde el hospital hasta la casa de los Páez.
En la mente de Yolanda, Nicolás solía ser un tipo educado. Sin embargo, el hecho de que se apareciera una y otra vez en la casa de los Páez ya le parecía demasiado. ¿Qué estaba buscando en realidad?
La oscuridad de la noche se iluminó de pronto con un trueno. En ese instante, la cara que tenía frente a sí se superpuso por completo con la de Samuel.
Yolanda no había convivido mucho con Samuel, pero sí conocía bien sus gestos y expresiones más habituales. Por un momento, hasta ella misma dudó: ¿la persona frente a ella era Nicolás o Samuel?
Todo se volvía más confuso si le sumaba el escándalo que armó Penélope en la casa y las palabras que soltó Marisa. Ella había dicho que el muerto no era Samuel, sino Nicolás. Aunque sonara absurdo y parecía imposible que alguien lo creyera, Yolanda sí le creía.
Conocía demasiado bien a su propia hija. Marisa jamás hablaba por hablar ni inventaba cosas así nomás.
Si lo que decía Marisa era verdad, entonces la persona frente a ella tenía que ser Samuel.
Yolanda no podía ni imaginar qué clase de persona llegaría a perder la dignidad al grado de hacer algo tan atroz.
Samuel miró hacia el interior de la casa, observando por la puerta entreabierta. Estaba buscando a Marisa.
Yolanda, sintiendo un escalofrío de alarma, cerró un poco más la puerta y preguntó con cautela:
—¿Qué se le ofrece?
Samuel ya no disimuló nada.
—Vengo a buscar a Marisa.
—Marisa no está en casa.
Samuel se puso tenso al instante.
—¿Y entonces dónde está? ¡Con esta tormenta, con tanto trueno, si siempre le han dado miedo las noches así! ¿A dónde pudo irse?
¡Los Loredo, de verdad, no tenían vergüenza! ¿Cómo se atrevieron a hacer algo tan absurdo?
Al llegar al cuarto y encontrarlo vacío, Samuel frunció el ceño, molesto y confundido.
—¿Dónde está Marisa? ¡Dímelo! ¿Dónde la escondiste?
Yolanda ya no aguantó más.
—¡Lárgate! ¡Sal de la casa de los Páez ahora mismo!
Temblando, sacó el celular para llamar a la policía. Pero Samuel, aprovechando su ventaja física, le arrebató el teléfono de un manotazo.
Si Marisa no le contestaba, seguro respondería si veía que llamaba Yolanda.
—¿Qué te pasa? —Yolanda lo miró entre asustada e indignada—. ¿No tienes respeto por la ley o qué?

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