Él bajó la mirada hacia su muñeca. Hace apenas un momento, la sentía cálida y envuelta por el contacto, pero ahora solo quedaba ahí, sola y sin compañía.
—Si no es así, entonces me voy a la habitación de huéspedes —dijo Rubén, su voz resonando en medio del silencio.
Marisa apretó los dientes, sin saber qué hacer. Temía que él pensara que era una mujer demasiado necesitada, y al mismo tiempo le angustiaba sentirse como si estuviera ocupando un lugar que no le correspondía. Estaba atrapada, sin saber cómo salir de esa situación.
Rubén ya casi llegaba a la puerta del dormitorio cuando ella, de repente, corrió tras él en tres pasos apresurados.
—¡No te vayas!
Pero en su prisa, Marisa dio una zancada demasiado grande y la toalla masculina que llevaba envuelta en el pecho se deslizó hasta el suelo, dejando un leve y sordo golpe.
Rubén se volteó en ese instante y se encontró con una escena que parecía sacada de un sueño prohibido.
Sintió que toda la sangre de su cuerpo se le subía a la cabeza.
Marisa se tapó la boca, temerosa de que un grito escapara y despertara a los demás miembros de la familia Olmo.
Cuando uno está nervioso, de verdad no sabe ni qué hacer. Y justo eso le pasaba a Marisa, que se quedó ahí, de pie frente a Rubén, tapándose la boca, con los ojos abiertos de par en par y un grito ahogado luchando por salir.
El silencio de la noche fue roto por un chillido agudo, que se prolongó varios segundos antes de desvanecerse.
Rubén no apartó la mirada de la piel clara que tenía frente a él. Su garganta se movió con fuerza cuando tragó saliva, y su voz se tornó grave y temblorosa.
—¿Esta vez sí quieres que me quede contigo?
A esas alturas, Marisa ya no tenía manera de negar nada. Después de lo que acababa de pasar, por lo menos podía estar tranquila de que no estaba imponiéndose en el espacio de Rubén, ¿no?
Asintió, bajando la cabeza.
—Sí. Quédate —susurró, apenas audible.
Los ojos de Rubén reflejaron una tormenta de emociones. Finalmente, murmuró con una sonrisa leve:
—En realidad, convencerme de quedarme no es tan difícil. No hace falta que te esfuerces tanto.
Se dio la vuelta, abrazó la cobija y se quedó dormida casi sin darse cuenta.
Rubén salió de la ducha envuelto en una toalla negra igual a la de ella, secándose el cabello con energía mientras caminaba de regreso al dormitorio.
Bastó una mirada para darse cuenta de que Marisa ya dormía. Si estuviera despierta, seguramente estaría mirando inquieta hacia el baño, igual de nerviosa que siempre.
Ella siempre era tan cuidadosa, tan insegura, como aquella vez en la comida familiar, cuando era niña y Víctor la sostenía en brazos. Sus ojos, grandes y brillantes como uvas, recorrían a todos los presentes, llenos de cautela y recelo.
Rubén pensó que tal vez, desde ese día, había sentido la necesidad de protegerla. Quería arrancar de su lado toda esa inseguridad y miedo.
Bajo la cálida luz amarilla, miró a la joven dormida en la cama y murmuró en voz baja:
—Marisa, algún día, toda esa timidez y esos miedos que cargas, se van a ir. Ya lo verás.
En la cama, Marisa, que no dormía del todo profundo, murmuró algo entre sueños y, dándose la vuelta, destapó parte de la cobija de su cuerpo...

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