Renata llevó a Adriana a «Capricho Imperial», un lugar privado que estaba situado en el corazón de una plaza comercial.
La mujer parecía haber reservado todo el local solo para Adriana. Más de diez empleados y un equipo de tres maquilladores reconocidos de manera internacional, estaban esperando para atender las necesidades de Adriana. Esta se quedó atónita al ver la grandeza de todo aquello. Tirando de la manga de Renata, nerviosa, susurró:
—¿No cree que esto es un poco exagerado?
—¡No se preocupe! Lo he arreglado todo para usted.
Renata ayudó a Adriana para entrar en una habitación privada y la asistió para limpiar sus heridas y vendarlas. Después, le dio la indicación a los maquilladores de que empezaran a trabajar en la mujer.
Adriana tenía un vago recuerdo de haber experimentado este tipo de tratamiento antes. En aquellos días, su padre había contratado a un maquillador profesional para ella. Durante un evento importante, llamaba al maquillador para que viniera a trabajar en ella.
Los maquilladores en Capricho Imperial, que ahora atendían a Adriana, era muy difíciles de contratar. Solo aceptaban ser contratados para el cumpleaños de alguien, e incluso esa cita tenía que ser reservada con seis meses de antelación.
Este día, sin embargo, Dante había reservado todo el lugar para ella y había ordenado a todos que la atendieran a ella y solo a ella. Esto significaba que el poder y la influencia de aquel hombre iban mucho más allá de lo que ella había imaginado.
En este punto, ella se sintió aún más nerviosa por todo el asunto. No debía acercarse a hombres como él, una vez que lo ofendiera, se acabaría todo para ella.
Pasó el resto del tiempo entreteniendo sus absurdas preocupaciones…
Pasó una hora. Los maquilladores seguían aglomerándose a su alrededor, retocando su maquillaje y esponjando su cabello. No obstante, ella se había quedado dormida en el sofá.
Los maquilladores intercambiaron sonrisas entre ellos al verla. Les pareció que estaba bastante guapa.
»Sean un poco más gentiles, ¿pueden? La Señorita Ventura tiene heridas en el cuello y el hombro derecho —susurró Renata con urgencia.
—¡Sí, entendido! —Los maquilladores se aseguraron, de inmediato, de hacer sus acciones con mucho más cuidado.
De pronto, uno de ellos dejó escapar un grito ahogado.
—¡Oh, Señor Licano!
Renata y los demás maquilladores voltearon sorprendidos. Ninguno de ellos se había dado cuenta cuando entró en la boutique, pero allí estaba, de pie en una esquina. Llevaba un traje occidental negro, que alargaba su alto cuerpo. Las tenues luces del lugar acentuaban los bordes afilados de su rostro, reflejándose en sus ojos y dando la impresión de que las llamas bailaban en ellos.
El hombre observaba en silencio a la mujer dormida, en el espejo…
Adriana había elegido un momento excelente para quedarse dormida.
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