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El Juego del Gato y el Ratón romance Capítulo 3

En la sala de juntas del Grupo Barrientos, el ambiente pesaba como si una tormenta se hubiera instalado ahí.

Germán, enfundado en un impecable traje negro hecho a la medida, ocupaba la cabecera de la mesa. Su expresión era tan cortante que nadie se atrevía a cruzar su mirada. Bajo sus cejas oscuras, los ojos de Germán destilaban una autoridad que imponía respeto sin necesidad de palabras.-

Lanzó una mirada casual a su reloj, interrumpió al gerente con un gesto y sentenció:

—Por hoy la reunión termina aquí. Pueden irse a casa.

Sin decir más, se levantó y salió de la sala con paso firme.

Apenas Germán desapareció por la puerta, todos los presentes sintieron que, por fin, podían relajarse. Varios intercambiaron miradas llenas de asombro. Que Germán diera por terminada una reunión antes de tiempo era tan raro como ver nevar en pleno verano. Normalmente, ni el fin de la jornada lo hacía detenerse.

¿Acaso el mundo se había puesto de cabeza hoy?

...

—Señor Barrientos, ¿regresamos directo a la casa? —preguntó el chofer mientras abría la puerta del carro.

Por tradición familiar, Germán solía cenar todos los domingos con su padre, Mario Barrientos, en la casa principal.

—Antes, pasa por Villas de los Corales.

El lujoso Maybach negro salió del estacionamiento subterráneo y avanzó sin contratiempos hacia Villas de los Corales.

Cuando Germán llegó tan temprano, Josefina, la encargada de la casa, no pudo ocultar su sorpresa.

—Joven, ¿no que hoy tenía que ir con el señor Mario?

—Solo vine por algo. —Germán se quitó los zapatos, y preguntó distraídamente—: ¿Y ella?

Josefina vaciló un instante, pero enseguida entendió a quién se refería.

—La señora vino, agarró unas cosas y se fue sin decir nada.

—¿Se fue? —Los ojos de Germán se entrecerraron, su mirada se volvió aún más intimidante.

Josefina apretó nerviosa el delantal.

—Parece que la señora dejó una carta en su cuarto para usted.

Sin responder, Germán entró en la habitación que había preparado para Julia. Sus ojos recorrieron el lugar hasta que vio una hoja doblada sobre el buró.

La tomó, la desplegó y leyó las líneas escritas con una caligrafía firme y elegante.

[Germán:

Diez años de cariño, hasta aquí llegaron.

De ahora en adelante, cada quien por su lado. Que la vida nos dé paz a ambos.

Te deseo que encuentres la felicidad con la persona que amas.

Julia.]

La mirada de Germán se detuvo en la palabra “diez años”. Frunció el entrecejo. Recordaba perfectamente que Julia apenas había vuelto a la familia Holguín cuando tenía dieciséis; en total, llevaban seis años de conocerse, ¿de dónde había salido esa historia de “diez años de cariño”?

Seguro sacó esa frase de alguna novela de romance barata, pensó con desdén.

Soltó una risa sarcástica y arrugó la carta sin miramientos, pero justo al arrojarla al bote de basura, una mancha roja le llamó la atención.

Con cierta duda, recogió el papel que Julia había tirado junto con la carta.

Era su acta de matrimonio.

La expresión de Germán se endureció poco a poco. Aún recordaba la vez que salieron del registro civil: Julia sostenía el acta entre sus manos como si fuera un tesoro.

Ahora, ella la había tirado al basurero sin más.

Jamás imaginó que Julia sería capaz de tomar la iniciativa para dejarlo. Peor aún, esa boda había sido el precio de cuatro años en prisión para ella.

¿Y ahora, recién salida de la cárcel, simplemente lo dejaba atrás?

Aquello lo tomó completamente por sorpresa.

Pero, ¿cómo iban sus dos piernas a competir con un carro de lujo?

El Maybach aceleró y se cruzó frente a ella de golpe, deteniéndose con un rechinido de llantas y cortándole el paso.

Julia quedó petrificada, lista para huir en dirección contraria.

Pero el chofer se adelantó y le bloqueó el camino, hablándole con formalidad:

—Señorita Holguín, el señor Barrientos quiere platicar con usted.

Las piernas de Julia temblaban de miedo, pero era como si se hubieran clavado al suelo. Tartamudeó:

—S-se equivocan de persona...

El chofer miró nervioso hacia el carro, donde Germán esperaba sin una pizca de paciencia.

—Por favor, señorita Holguín, no me ponga en aprietos.

Julia bajó la cabeza, inmóvil, de espaldas al carro.

Una voz profunda y cortante retumbó a sus espaldas:

—Súbete.

El simple sonido de esas palabras le heló la sangre.

Cuatro años en prisión habían convertido la voz de Germán en su peor pesadilla. No sentía más que miedo, puro y duro.

El Maybach negro, estacionado bajo el atardecer, parecía un monstruo acechando en la oscuridad, listo para devorarla.

—No me hagas repetirlo.

La paciencia de Germán estaba a punto de agotarse.

Julia respiró hondo y, rígida, se dio la vuelta.

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