~Nunca me había sentido tan mal en toda mi vida.
Pero para mí supuesta 'familia', yo siempre había sido la mala con Ava. La que la molestaba, la que le rompía sus cosas, la que le decía cosas feas. Y sí, hice todo eso. Ya antes había roto algunas cosas suyas, pero eran cosas que se podían reemplazar, como por ejemplo la basura que tiré hoy por la ventana. Y casi siempre fue porque ella rompía mis cosas primero, o las rompía y luego me echaba la culpa.
Pero nunca había roto algo tan importante para alguien. Y mucho menos algo tan especial para Ava. Tal vez por eso me sentía como si estuviera sentada sobre una cama de clavos.
Ava llevaba rato llorando —o fingiendo llorar— allá, junto a su cuarto, mientras Alfred lo limpiaba. Yo estaba sentada en la mesa, sola, esperando a que ese llanto falso se volviera real.
Con el tiempo, me había vuelto buena para notar la diferencia entre sus lágrimas reales y las de mentira, cuando era de verdad, se le tapaba la nariz. Así que eso quería decir que todavía no se había dado cuenta de que la niña de sus ojos ahora estaba hecha pedazos.
Sentía que me quemaba por dentro.
Me repetía una y otra vez que todo iba a estar bien. Que ya no eran mi familia, así que no tenía por qué tenerles miedo. Pero no podía evitar que mi cabeza repasara la escena una y otra vez, como si intentara prepararse para lo peor.
Culpa. Eso era lo que estaba sintiendo.
¿Podía decir que no lo hice a propósito? Esa cosa se quedó ahí porque no la tiré con todo lo demás. Pero ni yo me creería eso… Tal vez podía decir que estaba muy enojada con Ava y que solo quería darle una lección. Ava usaba esa excusa todo el tiempo y le funcionaba. Pero, por alguna razón, en mi mente no sonaba muy creíble. Necesitaba pensar en algo más, tal vez sí...
—¿Y esa cara nerviosa? —escuché de repente la voz de Sebastián justo al lado de mi oído, mientras me ponía las manos sobre los hombros.
¡Creo que me hizo saltar de la silla del susto!
—¿¡Me quieres matar de un infarto!? —le dije, con el corazón latiéndome tan fuerte que hasta él debía escucharlo.
Él se rio un poco, como si se sorprendiera.
—Pensé que este tipo de guerras entre hermanas pasaban todos los días —levantó las cejas, como si provocarme fuera tan chistoso.
Lo mire con odio.
—¿Eso que veo en tus ojos es culpa? —Sebastián me miró como si estuviera analizando una muestra en el laboratorio— No pareces una villana profesional... novata.
¿Gracias por qué?
Jaló mi brazo despacio hasta que mi mano quedó sobre su pecho, apenas tocándolo. Pensé que era otra de sus cursilerías, hasta que abrí los ojos de sorpresa:
¡En el bolsillo de adentro de su camisa tenía pedazos de porcelana! ¡La muñeca de Ava!
—Ahora te debo una —dijo, sin quitar mi mano de su pecho, como prometiéndomelo.
¿Quiso decir que le debo una? Porque, de lo contrario, se había vuelto loco. No tiene sentido que me dijera eso.
—¡Yo no te debo nada! —traté de sonar firme, aunque no me atrevía a alzar la voz, porque me sentía culpable— No se lo dijiste porque no querías que se pusiera triste. ¡No lo hiciste por mí! ¡Y no voy a darte los papeles del divorcio, así como así!
Sebastián se rio bajito y, corrigió
—No, claro que no vas a hacer eso. Solo quería decir... que te debo una.

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