—Lo siento, señorita Pamela Vívez, usted perdió el mejor momento para la cirugía…
Pamela se quedó de pie, completamente paralizada, con la hoja del laboratorio confirmando el cáncer de útero en las manos. Tardó un buen rato antes de animarse a llamar a Miguel, el secretario de Ginés Leyva.
El timbre sonó largo rato hasta que por fin contestaron. La voz al otro lado, como siempre, sonó despreocupada y con ese aire de que nada le apura:
—¿Qué pasa, señora?
Pamela apretó los dedos con fuerza, sintiendo cómo se le congelaban. Habló con voz baja:
—¿Dónde está Ginés? Necesito hablar con él.
Miguel respondió:
—El señor Leyva no puede atenderla en este momento.
—¿Podrías pasarle la llamada…?
Pamela no alcanzó a terminar la frase cuando, de pronto, escuchó en la bocina una voz femenina dulce y confiada:
—Ginés, ¿cuál es la sorpresa? ¿Por qué tanto misterio?
—Levanta la cabeza.
Pamela reconoció esa voz grave y profunda, tan familiar que le calaba hasta los huesos, pero que nunca le había dirigido con ese tono cálido.
En ese instante, Miguel cortó la llamada sin dudarlo.
...
—¡Pum!—
El estruendo de una explosión le llegó desde el otro lado del puerto. Pamela, con el rostro pálido, alzó la vista.
Al frente, en el cielo oscuro, se desplegaban fuegos artificiales deslumbrantes, llenando la noche de colores vivos y destellos como si fueran un cuento de hadas.
En la entrada del hospital, la gente murmuraba emocionada.
—¿Supieron? Dicen que el mismísimo señor Leyva de LS organizó este show de fuegos artificiales para el cumpleaños de su novia. ¡Se gastó más de dos millones solo esta noche!
—Y claro, ¡es para Dana Sabín! Doctora del Caltech, la quieren todas las empresas grandes, es una genia, guapa, de familia importante, y su novio todavía es todo un galán de novela.
—No me sorprende que el señor Leyva la presuma tanto. Con una novia así, cualquiera se sentiría orgulloso.
Pamela no apartaba la mirada de los fuegos artificiales, tan llenos de vida y brillo. Poco a poco, aflojó la mano con la que apretaba la hoja del laboratorio. El papel, liviano, terminó cayendo al suelo.
Sin mirar atrás, se marchó.
...
Ya entrada la madrugada.
—Estos días es cuando ovulas.
—Quedamos en eso tú y yo, para tener un hijo que herede el apellido Leyva. Cada mes, en estos días, te empeñas en que cumplamos. ¿Ya se te olvidó?
Pamela percibió el perfume femenino que traía Ginés, demasiado notorio, como si le lanzaran una bala directa a su dignidad, tan frágil y agotada.
Ginés no mentía. Llevaban tres años de casados y él jamás había sido cariñoso. Solo regresaba a casa cuando la abuelita lo presionaba por el tema del heredero. Entonces, Ginés volvía, más por deber que por deseo, y pasaban la noche juntos.
Pamela sintió un vacío, como si la idea de tener un hijo se hubiera vuelto algo imposible.
Se sabía de carácter dócil, acostumbrada a ceder siempre. Pero esa noche, algo en ella se quebró. Ya no quería seguir callando.
—Ginés, ¿no tienes miedo de que tu novia se ponga celosa si te acuestas conmigo?
Sus ojos, brillando en la penumbra, parecían los de un animalito que por fin enseña los colmillos.
Ginés la miró con atención, notando que ella no bromeaba. Su mirada se tornó más dura.
Después de un momento, Ginés ladeó la boca en una sonrisa que no le llegó a los ojos.
—¿Y por qué habría de preocuparme? Nuestro matrimonio es secreto. Tú eres la que nunca ha salido a la luz.
—Si aceptaste ser la de relleno, ¿por qué pides tanto?

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