Después de esa discusión, Frederick no regresó ese día, ni el día siguiente. Me aplicó la famosa ley del hielo. Mejor para mí, prefería estar con la grata compañía de Cenizas en lugar de ese amargado.
Trataba de entablar conversación con los empleados que venían a realizar la limpieza, pero como siempre, me ignoraban. Algunos me arrojaban miradas recelosas.
Supongo que no les gustaba que su jefe estuviera cuidando a la hija del hombre que lo dejó en la miseria hace años.
Una vez que terminé de almorzar en el comedor, los empleados se habían retirado. Al pasar por el pasillo que daba con mi habitación, noté un retrato en la pared.
Mis ojos se quedaron hipnotizados, observando a aquella bella y joven mujer de cabello rubio y ojos verdes bosques, que estaba perfectamente dibujada. Se parecía mucho a mí.
—Mamá… —susurré.
Mis manos fueron al marco bien cuidado. Este retrato no estaba aquí ayer.
Era el mismo retrato que estaba en mi habitación cuando vivía con mi padre, el que intentaron confiscar y el que Frederick se encargó de adueñarse. Recuerdo pensar que me estaba quitando una parte de mi madre cuando se llevó aquel retrato.
Y aquí estaba, como si él hubiera planeado desde el primer día de nuestro divorcio volver a reunirnos. Se notaba que este retrato no había sido lanzado a un sótano olvidado, estaba como el día en que lo dejé.
—¿Ese lugar te parece bien o prefieres ponerlo en la habitación? —La voz masculina provocó que se me erizara el vello del cuerpo.
No volteé, pero sentí como se colocaba detrás de mí. El olor de la menta y el whisky invadió mis fosas nasales.
—Aquí está bien —respondí en voz baja.
Nuestra discusión estaba flotando en el aire, podía recordar a la perfección las palabras que le dije, la forma en la que expresé mi odio.
Carraspeé, dudosa.
No estaba segura si esta era su forma de disculparse, pero si creía que con darme el retrato que era mío desde un principio me haría olvidar un año entero donde solo fui una pieza para lograr sus planes malévolos y otro año donde me abandonó, estaba muy equivocado.
No sabía que más decir, que hacer.
Por suerte, Cenizas vino a rescatarme y comenzó a pasearse por mis piernas. Lo tomé entre mis brazos.
—Gracias —Le susurré a mi pequeño amigo.
Cuando estaba lista para irme, su voz gruesa causó que mis pies se clavaran en el suelo:
—No has seguido el tratamiento, Charlotte.
Sabía a lo que se refería, así que preferí adentrarme en la habitación. Lastimosamente, no se le podía pasar seguro a la cerradura. Es obvio que la puerta la diseñaron con la intención de que yo no lo dejara afuera.
Él me siguió.
Me senté en el sillón que estaba en una esquina, con Cenizas en mi regazo.
Lo miré por primera vez desde nuestra discusión; podía ver rabia, odio y conflicto en ese par de perlas azules.
—¿Pasó algo? —pregunté en voz baja, sabiendo muy bien el problema.

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