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La amante secreta de mi exesposo romance Capítulo 28

Las extremidades me pesaban y sentía la garganta seca. La última vez que tomé agua fue al anochecer.

La luz se filtraba a través de la ventana, dándome justo en los ojos.

Noté que mi cuerpo ya no sufría de escalofríos involuntario y mi costado, dolía mucho menos. Me encontraba relativamente mejor, pero no fui capaz de moverme de la cama, no por el dolor, no por la fiebre, sino por él.

Frederick estaba sentado en la butaca, viéndome con desinterés. Tenía las mangas de la camisa arremangadas hasta los codos y unas leves ojeras debajo de los ojos.

¿Desde hace cuánto estaba ahí? ¿Por qué no decía nada? ¿Por qué me miraba de esa forma?

Mis manos fueron al vendaje por puro instinto. Estaba bien. No, no solo estaba bien. Estaba colocado mucho mejor, ya no se sentía chueco. Y la ropa… Yo estaba segura de haber dormido con una blusa y unos pantaloncillos, pero, ahora llevaba un camisón.

¿En qué momento me cambió? ¿Cómo no me desperté?

—¿Qué haces aquí? —La voz me salió áspera por la falta de uso.

Fingí demencia cuando era obvio que me estuvo cuidando mientras dormía, el camisón era la prueba viviente de eso.

Mi exesposo levantó una ceja, regalándome esa expresión que me hacía sentir como un espécimen bajo un microscopio.

—Vigilando que no te murieras por terquedad —respondió, inclinándose sobre la cama.

Mi corazón latió con fuerza ante su cercanía, pero me esforcé por callar ese débil órgano.

Su mano se cerró en mi muñeca, en la que tenía el monitor que media mis signos vitales. Si se daba cuenta lo rápido que mi corazón bombeaba por su presencia, sería mi ruina.

—No necesito niñera —dije, apartando el brazo de golpe.

El dolor atravesó mi costado como una lanza. Me mordí el labio, tragándome el quejido. No pestañee, fingiendo que nada pasó, pero sabía que se había dado cuenta por la forma en que arrugó la frente y frunció los labios.

—Ya veo que no —dijo, reacio. Se apartó, yendo a abrir las cortinas—. Por eso ayer estuviste tambaleándote por todo el ala y durmiendo en el sillón.

«¡Malditas cámaras de seguridad!»

—No pasó nada, estaba bien —dije, con las mejillas sonrojadas, mirando mis manos para evitar verlo a él—. Solo tuve un poco de fiebre, nada más.

Frederick soltó un sonido entre la risa y el gruñido. Caminó hasta el termómetro digital y tocó la pantalla varias veces, para a continuación, dejarlo caer en mi regazo. En la pantalla me aparecía el historial y la hora en la que fue usado, once y media de la noche, 38.9°C

—Un poco—repitió, con esa voz que cortaba más fino que cualquier bisturí—. Toma. Mídete otra vez. A ver qué tal te va con la segunda mentira de la mañana.

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