¿Acaso Marcela no se daba cuenta de la gravedad de la situación? La abuela Cáceres frunció el ceño, desconcertada.
Emilio ya lo tenía claro: Úrsula era solo una cara bonita, un cascarón vacío.
—Señorita Solano, si la fórmula es suya, ¿por qué no la patentó y desarrolló usted el medicamento antes que el profesor Smith? —preguntó, disimulando su desdén.
Si lo hubiera hecho, ahora la famosa sería ella.
—Como ya he dicho, esta fórmula no es una cura universal para la epilepsia —respondió Úrsula, con la misma calma—. La diseñé específicamente para Bianca Ramsey, un caso muy particular. Incluí dos ingredientes tóxicos, un tratamiento de riesgo extremo que requería acupuntura para funcionar. Era una terapia de vida o muerte.
¿Bianca? El nombre le sonaba.
—¿Se refiere a Bianca Ramsey, la aristócrata del País del Norte?
—Sí, a ella.
Emilio se quedó aún más perplejo. Esperaba que ella negara, pero no lo hizo. ¡Estaba hablando de esa Bianca!
—Entonces, ¿usted es la salvadora de la señorita Ramsey?
—Así es —intervino Marcela, sonriendo—. En agradecimiento, la señorita Ramsey le regaló a nuestra Ami una placa de jade de la familia.
¿La placa de jade? Eso no era un secreto. Los Cáceres, recién llegados del País del Norte, habían oído hablar de las hazañas de la señorita Úrsula, pero no le habían dado importancia. Sabían muy bien que la familia Gómez de Río Merinda y los Ramsey eran viejos conocidos. La placa, para ellos, era un gesto de cortesía hacia los Gómez, no un reconocimiento a Úrsula.
Y ahora Marcela se lo contaba como si fuera un gran logro. ¿Creería de verdad que ellos no estaban al tanto de esa relación? Si no lo supieran, quizás hasta se lo habrían creído.
—La habilidad de la señorita Solano es realmente impresionante —dijo Emilio, decidiendo seguirle el juego—. No solo curó al señor Solano, sino que también salvó a la señorita Ramsey. A su lado, me siento insignificante.
Sus palabras eran un halago envenenado, pero Marcela, en su sinceridad, no captó la ironía.


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