Cuanto más hablaba Montserrat, más se enfadaba.
No buscaba novia.
¿De qué servía tener gatos y perros?
¿Acaso un animal podía reemplazar a una novia?
—Ya, ya —Julia la tomó del brazo para calmarla—. Mamá, Israel ya es un adulto. Si quiere tener un perro, ¡déjalo! Nuestra casa es enorme, ¿acaso no hay espacio para un perrito?
Aunque a ella también le daban miedo los perros, si a su hermano le gustaba, lo apoyaría.
César asintió.
—Sí, mamá, Julia tiene razón. Si a Israel le gusta, déjalo que lo tenga. Es solo un perro.
—¡No! ¡De ninguna manera! ¡Odio a los perros! —continuó Montserrat—. ¡Si hoy se atreve a traer a ese perro muerto de hambre, primero le rompo las patas al perro!
—¡Y no es broma! ¡No pienso vivir bajo el mismo techo que un perro!
Tras decir esto, miró al mayordomo.
—Néstor, ¿qué haces ahí parado? Ve a buscar a ese mocoso.
—Sí, señora. —El mayordomo hizo una reverencia y salió.
Viendo la espalda del mayordomo, Julia sonrió.
—Mamá, Israel ya trajo al perro. ¿De verdad va a hacer que se deshaga de él?
—¡Por supuesto! La mansión Ayala no es un refugio de animales —declaró Montserrat con firmeza.
Justo en ese momento, se oyeron pasos en la entrada.
Luego, la voz de Israel Ayala.
—Mamá, ya llegué.
Montserrat, con el rostro serio, no dijo nada.
Al verla así, Israel arqueó una ceja.
—¿Qué pasó? ¿Quién hizo enojar a la reina de la casa?
César se acercó a Israel.
—Mamá dice que de ninguna manera va a compartir el techo con un perro.
Al oír esto, Israel sonrió levemente, se agachó y acarició la cabeza del perro con una expresión de lástima.
—Ah, con que no les gusta nuestro Amanecer. Pues ni modo, Amanecer, mejor nos vamos para no andar molestando.
Dicho esto, Israel hizo ademán de irse con Amanecer.
—¡Espera! ¡Espera! —Montserrat se levantó del sofá de un salto—. ¡Israel, espera un momento!
—¿Qué pasa, mamá? ¿No que no éramos bienvenidos? —preguntó Israel, mirándola.
Montserrat continuó:
—¿Cómo dijiste que se llama?
—Amanecer.
A Montserrat se le iluminaron los ojos al instante.
—¡Amanecer! ¿Es el Amanecer de Úrsula? —preguntó.
Hoy no traía sus lentes para leer y, como Israel estaba algo lejos, no había distinguido bien la cara del perro.
—Sí —asintió Israel.
Montserrat insistió:


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