—¿Rai?
—Perdón, perdón—. El rostro de Raimundo mostró una expresión poco natural. De inmediato, se apresuró a ayudar a Rosa a levantarse, luego se giró de nuevo y habló al celular con Joel: —¿Dices que ella ya no está en Maralinda? ¿Entonces dónde está?
—Ni idea, ella no me dijo nada, y hasta me bloqueó—. La voz de Joel sonaba precavida—. Oye, pero esto no es culpa mía, ¿verdad?
Raimundo lo ignoró por completo y cortó la llamada. Su expresión se volvió dura, casi como si todo el ambiente se hubiera congelado a su alrededor.
Rosa seguía parada ahí, sintiendo cómo la punzada en su rodilla al chocar con la esquina de la mesa apenas se comparaba con la sorpresa y el dolor en su pecho.
Miró la espalda de Raimundo, la línea de sus hombros demasiado tensa, y sin querer apretó los pliegues de su bata de seda entre los dedos.
Hace apenas un momento, Raimundo estaba a su lado, mimándola, diciéndole en voz baja que Vanesa no tenía nada que hacer a su lado, que nadie podía compararse con ella. Pero en cuanto escuchó la noticia de que esa mujer se había ido de Maralinda, cambió por completo y la empujó sin pensarlo.
—Rai, me lastimaste...—. Su voz tembló, intentando despertar un poco de compasión en Raimundo.
Él se giró de golpe. Cuando sus ojos pasaron por la rodilla enrojecida de Rosa, apenas se le notó una arruga en la frente, pero su tono siguió tan cargado de molestia como antes:
—Voy a llamar al doctor de la familia.
Sacó su celular, pero en vez de marcar al médico, buscó el número de su asistente.
—Quiero que investigues los movimientos de Vanesa. Hazlo rápido y mándame todo en cuanto lo tengas.
El corazón de Rosa se fue hundiendo poco a poco.
Se acercó a Raimundo, dudosa, intentando tomarle del brazo.
Raimundo no se apartó, pero tampoco la miró.

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