—¿Joel Gutiérrez, en serio quieres que yo cuide a tu amante después de que dio a luz?
Brenda Santillán detuvo en seco el movimiento de su cuchillo, lo dejó sobre la tabla de picar con delicadeza, alzó la mirada y encaró a Joel.
Sus ojos lo atravesaban como dagas.
Joel, bajo la mirada de Brenda, titubeó apenas un segundo; la culpa asomó en su mirada, pero enseguida la apartó.
Desvió la vista hacia el delantal de Brenda, manchado con algunas escamas de pescado, y frunció el entrecejo.
—Marisol no es ninguna amante.
Brenda dibujó una sonrisa llena de ironía.
—¿De verdad? Ya hasta tienen un hijo fuera del matrimonio y me sales con que no es tu amante...
Al escuchar la palabra “hijo ilegítimo”, una oleada de molestia cruzó el rostro de Joel.
Su tono se volvió más áspero.
—Ya te expliqué que el hijo de Marisol no es mío. Ella acaba de regresar al país, no tiene a nadie aquí, solo me buscó porque somos amigos.
—Hace apenas dos días que dio a luz, la comida del centro de recuperación no le cae bien, y tú sabes cocinar como nadie. Solo te pedí que le prepares algo nutritivo.
—Nada más son tres comidas al día, Brenda. Total, pasas el día en la casa sin mucho que hacer. Pensé que así tendrías una ocupación y te sentirías útil, no veo cuál es el problema.
Brenda contempló a ese hombre de cara atractiva, y el desencanto la fue invadiendo como una ola. Ese era el mismo por quien suspiró tres años en la prepa, al que se le declaró en primer año de universidad, con quien se casó apenas egresaron, por quien dejó todo atrás y se dedicó a ser ama de casa.
Ya tenían diez años juntos desde que lo conoció.
—Ni siquiera te exijo nada. No tienes que salir a trabajar ni preocuparte por el dinero, puedes usar la tarjeta cuando quieras, tienes todo lo que necesitas. Eres la señora de la casa, ¿qué más te falta?
—¿De verdad por una tontería así tengo que pedirte el favor de rodillas?
Brenda por dentro ya se sentía como un témpano. Aquellas discusiones ya no le hacían mella. Años de darlo todo por apenas un poco de cariño la habían dejado vacía, como si buscar esa migaja se hubiera vuelto su obsesión.
Pero en ese instante, la cuerda que la sostenía terminó por romperse.
No se desbordó, ni levantó la voz. Solo tomó de nuevo el cuchillo, y siguió cortando tiras de papa como si nada.
Su voz sonó tan tranquila que hasta dolía.
—No tengo tiempo. No voy a llevarle comida.

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