—Mamá, ¿Fabio está mejor ahora? —preguntó Selena, genuinamente preocupada.
—Mucho mejor, incluso ha ganado algo de peso —respondió Úrsula con una sonrisa de alivio.
Al ver la renovada esperanza de su suegra, Selena se mordió la lengua. Sentía que la inversión de Adrián en la empresa de su tío escondía algo más, pero no estaba segura de si Úrsula estaba al tanto y no quiso añadirle más preocupaciones.
Durante el almuerzo, sentados a la larga mesa, la abuela retomó su tema favorito: la descendencia.
—Adrián, ahora que Selena ha vuelto, tienen que apurarse con el segundo hijo. Miren a tu hermano, ¡dos de un solo golpe! Como hermano mayor, no puedes quedarte atrás.
Pedro Rojas, el hermano de Adrián, un hombre de espíritu libre y entregado a la música, se rio.
—Abuela, ¿desde cuándo tener hijos es una competencia? Si mi hermano y mi cuñada se lo proponen, podrían tener uno cada año.
La abuela le lanzó una mirada fulminante para que se callara y luego se dirigió a Selena.
—Y tú, una mujer debería dedicarse a su casa. Mira a tu suegra: aunque tu suegro falleció hace años, ha mantenido este hogar en perfecto orden. Deberías aprender de ella.
—Mamá, Selena no es como yo —intervino Úrsula con suavidad—. Que triunfe en su carrera también es una forma de éxito.
—Desde siempre, el hombre es el cielo y la mujer la tierra. Invertir ese orden altera el equilibrio del universo y no trae nada bueno —sentenció la anciana con autoridad.
Selena miró de reojo a Adrián. Él, sin inmutarse, asintió hacia la abuela.
—No te preocupes, abuela. Nos esforzaremos.
Selena tuvo que contener una sonrisa amarga. Sí, él se esforzaría, pero no con ella.
...
Después de comer, Adrián se excusó diciendo que tenía trabajo y se fue. Poco después, Selena también recibió una llamada del laboratorio. Con un suspiro, miró a su hijo, que jugaba en el suelo. No le quedó más remedio que dejarlo al cuidado de la niñera para que lo llevara de vuelta a casa.
En el laboratorio, Selena se enfundó en su traje esterilizado y se sumergió en el análisis de una solución fallida. Su expresión se volvió seria y concentrada. En poco tiempo, descubrió que un cambio en la temperatura había alterado el pH de la muestra. El técnico responsable, asustado, se disculpó profusamente. Selena aprovechó el incidente para reunir a su equipo y recalcar la importancia crítica de la temperatura y el ambiente en sus experimentos.
Al anochecer, regresó a casa a toda prisa. Apenas puso un pie en el vestíbulo, escuchó la risa de su hijo proveniente del patio trasero. Siguió el sonido y lo que vio la dejó sin aliento.
En el invernadero, Jazmín estaba agachada en el suelo, jugando con un gatito y una pluma. A su lado, Fer aplaudía, completamente fascinado.
—Toma, Fer, ahora tú. Juega con él, es muy listo —le dijo Jazmín, entregándole la varita con la pluma.
El niño la tomó y comenzó a moverla. De repente, el gato dio un salto, casi cayendo sobre él. Asustado, Fer se refugió en los brazos de Jazmín.
—¡Mamá, qué miedo! ¡Abrázame!
Jazmín lo levantó, riendo con ternura.
Un ligero ruido, el pasar de una página, alertó a Selena. Solo entonces se dio cuenta de que, en un sofá del invernadero, Adrián estaba sentado, leyendo un libro. Había presenciado toda la escena sin decir una sola palabra, sin corregir a su hijo cuando llamó «mamá» a otra mujer.
—Prima, no te molestes —intervino Jazmín, con una voz suave y conciliadora—. Yo no le he dicho que me llame así. Seguramente lo escuchó de otros niños y por eso lo repite.
Selena soltó una risa seca.
—Él es pequeño y no entiende, ¿pero tú tampoco? Te llama «mamá» y tú le respondes.
La expresión de Jazmín se descompuso y miró a Adrián, al borde de las lágrimas.
—Tu esposa sigue sin entenderme.
—Esta noche tengo invitados importantes en casa —dijo Adrián, con un tono amenazante dirigido a Selena—. No empieces a crear problemas.
Justo en ese momento, el sonido de un carro deteniéndose en la entrada interrumpió la tensión. El rostro de Jazmín se iluminó.
—¡Ya llegaron! —exclamó, y caminó hacia la entrada.
Selena, con su hijo en brazos, intentó subir las escaleras, pero se detuvo al ver a varios hombres elegantes y apuestos entrando en la sala. Eran los amigos de Adrián: algunos compañeros de la infancia, otros socios de negocios, todos de su misma edad.
Jazmín los saludaba con una familiaridad envidiable. En comparación, Selena apenas los conocía. Subió las escaleras mientras su hijo, desconsolado, no dejaba de golpearle el brazo con sus pequeños puños.
—¡Suéltame! ¡Quiero a mi mamá!

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