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La esposa invisible romance Capítulo 2

La recepción era perfecta. Perfectamente decorada. Perfectamente iluminada. Perfectamente vacía por dentro.

Cientos de personas llenaban el salón dorado del Hotel Vanenburg. Rostros conocidos, otros que solo reconocía de fotos en prensa. Empresarios, herederas, políticos, periodistas cuidadosamente seleccionados. Una lista de invitados construida como un tablero de ajedrez.

Y en medio de todo eso… nosotros. Los recién casados. “La pareja perfecta”.

Günter y yo hicimos nuestra entrada con la elegancia de una portada de revista. Todos aplaudieron. Las cámaras nos capturaban a cada paso, pero yo apenas podía mirar al frente sin sentir que estaba caminando sobre cristales.

Él seguía en silencio. Cortés. Formal. Educado hasta el límite de la frialdad.

Durante la cena, charló con su padre y un socio sueco sobre inversiones. Yo sonreí a las tías mayores, agradecí cumplidos sobre mi vestido, y fingí no notar cómo él evitaba cualquier tipo de contacto visual conmigo.

La comida sabía a cartón. El vino, a nada. Y entonces llegó el primer baile.

El maestro de ceremonias nos anunció con entusiasmo, como si estuviéramos encantados de compartir ese momento íntimo frente a doscientas personas. Nos dirigimos al centro del salón, rodeados de flashes y murmullos admirados.

Günter me tomó por la cintura con la precisión de un actor de teatro. Su mano sobre mi espalda apenas tocaba la tela. Mi mano en su hombro parecía una pieza decorativa.

—¿Todo bien? —me atreví a susurrar.

—Perfecto —respondió, sin mirarme.

Mentiroso.

La música comenzó. Una melodía clásica, hermosa. Bailamos despacio. Como dos desconocidos cumpliendo un protocolo.

Y entonces lo vi. A Paula. Al fondo del salón, de pie junto a un pilar, con un vestido verde esmeralda y labios tan rojos como el vino que no me sabía a nada.

Ella. La que no aparecía en las listas de invitados. La que me robó el aliento con solo estar allí.

Sus ojos estaban fijos en Günter. Y él… lo noté. Su cuerpo se tensó. Su respiración cambió.

Y por un segundo, bailó con ella, no conmigo.

Cuando la música terminó, el aplauso fue inmediato. Todos encantados. Todos engañados.

Y entonces me aparté de él con delicadeza.

—Voy al tocador —dije.

No esperé respuesta.

Entré al baño, cerré la puerta del reservado más alejado, y me senté en la tapa del inodoro con el corazón golpeando contra las costillas. No lloré. No aún. Pero por dentro, algo se quebró con más fuerza que nunca.

Me quedé allí, inmóvil, escuchando el murmullo lejano de la fiesta al otro lado de la puerta. Las risas, los brindis, la música de fondo… todo sonaba amortiguado, como si el baño fuera una cápsula fuera del tiempo. Un refugio temporal del teatro dorado que habíamos montado.

Mis dedos temblaban levemente sobre la falda de seda. La perfección del vestido ya no me importaba. Ni el escote aprobado por la madre de Günter. Ni el peinado que había tardado tres horas en sostener cada hebra en su sitio. Nada de eso servía cuando el alma se sentía como una casa vacía.

Respiré hondo. Conté hasta diez. Me dije a mí misma que podía soportarlo. Que era solo una noche. Que Paula no significaba nada.

Mentí. Como él.

Salí del reservado al cabo de unos minutos. Me lavé las manos aunque no lo necesitara. Miré mi reflejo. Seguía siendo Olivia Koch, ahora Ryker, la novia perfecta, la mujer del heredero. La sonrisa se me daba bien. Los ojos, en cambio, no querían colaborar.

Al abrir la puerta del baño, casi tropiezo con una figura alta, elegante, y perfectamente fuera de lugar.

Salí del reservado unos minutos después. Me acerqué al espejo. Me lavé las manos aunque no lo necesitara.

Mi reflejo me devolvió la mirada: una mujer perfectamente maquillada, perfectamente vacía.

Cuando abrí la puerta para salir, casi choqué contra alguien.

Paula.

Se apoyaba en la pared, brazos cruzados, el vestido verde resplandeciendo bajo la luz blanca.

Sonrió. Una sonrisa que no alcanzaba los ojos.

—Vaya —dijo en voz baja—. Lograste casarte con él.

Su tono era dulce como un cuchillo.

No respondí. Solo la miré.

Ella dio un paso hacia mí.

—Pero no te confundas, cariño —susurró, inclinándose lo suficiente como para que solo yo la oyera—. Puedes tener su apellido. Puedes tener su anillo. Pero a quien ama… es a mí.

Su perfume era tan fuerte que me mareó.

CAPÍTULO DOS (LA FIESTA SIN FIESTA) 1

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