Entrar Via

La esposa invisible romance Capítulo 5

Pasaron dos días más y el no dijo nada y yo tampoco. Me sentía una cobarde por ello.

Dos días en los que yo supe que no podía seguir esperando a que él hablara primero.

Esa noche, cuando lo vi salir del baño con el mismo paso lento, la toalla colgando de su hombro, la mirada perdida en el suelo, lo supe: si no lo enfrentaba ahora, si no decía lo que ardía en mi pecho, iba a quemarme desde adentro.

—Günter —dije, firme.

Se detuvo. No me miró. Pero me escuchó.

—Tenemos que hablar.

Un silencio pesado. El tipo de silencio que precede a las tormentas.

—No ahora —murmuró.

—Sí. Ahora.

—Dilo —fue lo único que dijo.

Me quedé de pie en medio de la habitación. Temblando. No de miedo, sino de todo lo que venía acumulando.

—Divorciémonos. Sé que estás pensando en irte.

Sus ojos se alzaron por fin. Me miró. De verdad. Por primera vez en semanas.

—¿Qué…?

—No me tomes por estúpida, Günter. —Mi voz era baja, pero cada palabra salía afilada—. Lo sé. Lo he sabido desde el día del funeral. Desde antes, incluso. Solo quiero escucharlo de tu boca. Dímelo. Si te vas a ir, si te vas a divorciar de mí, si ya tomaste una decisión.

Él no dijo nada. Solo respiró hondo, los labios apretados, como si le costara abrirlos.

—Te vi con ella —continué—. Sé que no fue nada “impropio”. Pero fue suficiente. Más que suficiente. No es ella. No es Paula. Eres tú. Es tu ausencia. Es tu rabia. Es… tu forma de mirar el suelo cada vez que estoy en la misma habitación.

Él se puso de pie. No con violencia. Pero con ese gesto rígido que usaba cuando estaba al borde de romperse.

—No me voy a divorciar de ti —dijo. Seco. Como una orden.

Me quedé paralizada.

—¿Qué?

—No me voy a divorciar. No importa lo que digas, lo que sientas. No voy a hacerlo.

—¿Por qué?

La pregunta salió sola. No la planeé. Pero era la única que importaba.

Su mandíbula se tensó. Dio un paso hacia mí.

—Porque este matrimonio… lo quisieron mis padres. Porque creyeron en él. En ti. En mí. Porque pusieron su fe en nosotros cuando ni siquiera nosotros sabíamos en qué estábamos creyendo.

—¿Y eso es suficiente? —pregunté, con la voz rota—. ¿Vas a quedarte por obligación? ¿Por cumplir un pacto que ya ni siquiera sabes si sientes?

—No es obligación. Es promesa —respondió, sin dudar—. Mi padre me habló de esto una semana antes del accidente. Me dijo que si algo en esta vida valía la pena, era construir algo que se sostuviera aun cuando el amor flaqueara. Que los sentimientos van y vienen, pero el compromiso… eso es lo que queda.

Y yo le prometí que lo iba a intentar. Hasta el final.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Pero no bajé la mirada.

—¿Y yo qué soy, Günter? ¿Una promesa firmada a ciegas? ¿Un proyecto de vida al que no te puedes bajar aunque ya no lo quieras?

Él bajó la voz. Dio un paso más, cerca.

—Tú eres… tú eres mi esposa.

Negué, frustrada.

—No si estás esperando que pase el duelo para dejarme. No si cada gesto tuyo está hecho desde la culpa y no desde el cariño.

Él apretó los puños.

—No te voy a dejar. Porque aún muertos, no pienso decepcionarlos.

—Pero a mí sí. —Mi voz tembló.

—A ti… —susurró, bajando la cabeza—. A ti no sé si ya te decepcioné sin darme cuenta.

Nos quedamos en silencio. No hubo gritos. No hubo portazos. Solo ese abismo entre lo que uno quiere y lo que el otro está dispuesto a dar.

Los días siguientes fueron una calma tensa.

Como si la conversación de esa noche hubiera dejado una línea invisible entre nosotros.

Una tregua declarada con palabras graves y sin besos. Sin abrazos. Sin redención.

Él volvió al trabajo el lunes. Se despidió con un “nos vemos esta noche” que sonó más a promesa que a certeza.

Yo asentí desde la cocina, con una taza de café entre las manos frías.

A las diez, lo escuché.

La puerta.

Sus pasos.

Él entró como si nada. Se quitó la chaqueta, dejó las llaves en la bandeja de madera junto a la puerta. Se desabotonó la camisa con lentitud. Y recién entonces… me vio.

—Hola —dijo, como si no hubiera pasado nada.

—Hola —respondí. Una palabra. Un hilo de voz.

Él se acercó a la cocina, abrió la nevera, sacó una cerveza. Tomó un trago largo. Como si necesitara tragar su día antes de hablar de él.

Yo me levanté del sofá y fui hasta la barra.

Lo miré.

Y entonces, lo sentí.

El olor.

Su camisa aún estaba impregnada.

No era perfume suyo, era el de ella.

Ese aroma leve, floral, empolvado… el mismo que había olido en las flores que trajo Paula la semana pasada. El mismo que había dejado una estela en el pasillo el día que estuvo.

Mi corazón latía con una furia serena. Como si llevara horas conteniéndose.

—¿Estuviste con Paula? —pregunté sin rodeos.

Günter no respondió de inmediato.

Tomó otro trago.

Y luego… solo dijo:

—Pasé por su casa. Quería hablar con su hermano. Tenemos negocios pendientes.

Mentira o no, no importaba.

Él no se había ido oficialmente.

Pero tampoco estaba aquí.

Estaba… en tránsito.

En una especie de purgatorio conyugal.

CAPÍTULO CINCO (LA ESPOSA INVISIBLE) 1

Verify captcha to read the content.Verifica el captcha para leer el contenido

Historial de lectura

No history.

Comentarios

Los comentarios de los lectores sobre la novela: La esposa invisible