Karla jamás se imaginó que alguien pudiera ser tan descarado. Una oleada de rabia le subió por todo el cuerpo y preguntó, con la voz temblorosa:
—¿Así que si no me quito la ropa, no me vas a dejar ir?
—Así es.
Bastián era de esos tipos tercos, de los que cuando dicen algo, lo cumplen.
Karla se abrazó con más fuerza la ropa, entre asustada y tan furiosa que apenas podía dejar de temblar.
Lo miró fijamente durante un buen rato, como si intentara descubrir en su cara el motivo de esa locura repentina, esa necesidad absurda de verla sin ropa.
Pasaron unos segundos antes de que pudiera calmarse un poco, y fue entonces cuando recordó la marca de nacimiento en su hombro izquierdo, una luna creciente. Nora tenía la misma marca. Quizás Bastián la había visto en Nora y empezó a sospechar.
Apretó aún más la tela contra su cuerpo, con las manos temblorosas, mientras enfrentaba la mirada dura de Bastián. Se quedó en silencio.
Sabía bien cómo era él. Si decía que quería ver, no la dejaría irse hasta salirse con la suya.
Así que, si no había de otra… que viera, pues.
Diez millones de pesos. No estaba perdiendo nada.
Karla levantó la cabeza y sus ojos chocaron directo con los de Bastián, profundos e impenetrables.
—¿Solo quieres ver? Bien, mira.
Bastián no apartó la mirada ni un segundo.
Y antes de que pudiera pensarlo demasiado, Karla, de un tirón, se quitó esa prenda raída que ya apenas le cubría nada. La tela cayó en un arco ligero junto a ella. Karla se irguió, levantó los brazos y su voz salió tan helada y cortante que podría haber partido un vaso:
—¿No que querías ver? Mira lo que quieras, observa bien, para que no te duela haber gastado diez millones.
Los ojos de Bastián se entrecerraron, y fue recorriéndola con la mirada, lento, palmo a palmo.
Cuando llegó a su hombro izquierdo, frunció el entrecejo.
Ahí, justo en el hombro, había una cicatriz fina y alargada, apenas profunda, pero sí muy extensa; se deslizaba desde el hombro hasta la clavícula.

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