Sebastián fue hablando mientras deshacía con cuidado la cinta de seda que cubría los ojos de Gabriela.
A medida que la cinta caía, Gabriela abrió los ojos despacio. Lo que vio la dejó un poco aturdida.
Frente a ella, todo el paisaje era de un rojo intenso que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
El aire estaba impregnado de un aroma suave y dulce.
Eran rosas.
Se sentía como si estuviera en medio de un mar de rosas.
Era realmente impresionante.
No había momento en el que una chica no tuviera un corazoncito romántico, y las rosas... las rosas eran el símbolo máximo del amor.
Casi no había mujer que no disfrutara de las flores, y menos aún de las rosas.
En esa época del año, juntar tantas rosas en una ciudad como Mar Austral no era nada sencillo.
Ver semejante cantidad de rosas era impactante. Decir que no lo era, sería mentir.
Ahora entendía por qué Sebastián le había pedido que cerrara los ojos cuando el helicóptero se acercaba a la isla. La razón estaba justo ahí.
—Gabi —dijo Sebastián mirándola a los ojos—, una rosa significa que solo tengo ojos para ti; dos rosas, que somos el uno para el otro; tres rosas, que yo te amo; cuatro rosas, que mi amor por ti nunca va a cambiar; cinco rosas, que te amo sin arrepentimientos; seis rosas, que quiero que siempre estemos juntos y que solo tengas felicidad en tu vida; siete rosas... y noventa y nueve rosas, que te amo; mil rosas, que te amaré para siempre, hasta el fin del mundo. Aquí tengo muchos ramos de mil rosas, porque mi amor por ti es fiel, inquebrantable, tan eterno como el mar y las montañas.
—Gabi, te amo.
Apenas terminó de decir esto, un pequeño dron apareció volando por el cielo.
El dron traía colgado un globo en forma de corazón.
Debajo de sus pies, un océano de rosas rojas; arriba, el cielo azul con unas cuantas nubes blancas; y de frente, ese globo volando directo hacia ellos. Todo parecía escena de una película romántica.
El dron se fue acercando, hasta detenerse justo frente a Sebastián.
Él alargó la mano y tomó el globo, sacando de él un anillo de compromiso escondido entre los lazos.
Entonces, apoyó una rodilla en el suelo, miró a Gabriela y, pronunciando cada palabra con firmeza, le dijo:
—Señorita Yllescas, ¿quieres casarte conmigo?
El diamante del anillo, del tamaño de una aceituna, brillaba con todos los colores bajo el sol.
Gabriela sabía que Sebastián estaba planeando pedirle matrimonio, pero jamás imaginó que el día llegaría tan pronto.
Y, sobre todo, nunca pensó que Sebastián, tan serio y directo, pudiera organizar algo así.
Siempre creyó que su propuesta sería él arrodillándose y soltando un simple: "Jefa, cásate conmigo", y ya. Pero no, no faltaba ni un solo detalle de todo ese ritual romántico.
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