—¡Esto es calumnia, es difamación! —La voz de Elvira era como un megáfono, chillona y aguda—. ¡Voy a demandarlos por dañar la reputación de mi esposo, no crean que la familia Narváez es fácil de pisotear!
Su voz resonó en la sala de espera, atrayendo la atención de los otros pacientes, todos de alta sociedad, quienes miraron a la familia Narváez con creciente desdén. En ese lugar, sólo la élite tenía acceso, y los Narváez no figuraban en esa lista.
Mónica, al echar un vistazo, reconoció varios rostros que había visto en la televisión y en internet.
—Mamá, ya no digas nada —urgió Mónica, tirando del brazo de Elvira, intentando calmarla.
—¡No me jales! ¡Esto no se queda así! Aurora, eres una ingrata, ni pienses que vas a recibir un solo peso de esos diez millones —Elvira estaba consciente de que había gastado casi todos sus fondos para salvar a Eduardo. Ya se sentía arrepentida y asustada, y enterarse de que Aurora había sido la cirujana principal la hizo reacia a pagar.
—¡Señora Carvajal! ¡Cuide sus palabras! —El director del hospital, usualmente amable, levantó la voz, golpeando el escritorio con el expediente médico frente a Elvira. Las páginas se abrieron, mostrando una serie de términos académicos y datos que no entendía, pero al final había una nota en negritas:
El paciente tiene herpes, evite divulgar esta información.
Elvira, al leer esas palabras, sintió un frío recorrerle el cuerpo al darse cuenta de su desliz. Eduardo, siendo un tipo sociable, inevitablemente había tenido contactos inapropiados. Afortunadamente, el herpes era tratable, aunque vergonzoso.
—Todo es culpa de Aurora, esa malagradecida —pensó Elvira, convencida de que Aurora había maldecido a los Narváez, causando el accidente y la complicada operación de Eduardo.
—Señorita Lobos, disculpe, los familiares del paciente están muy alterados —el director habló con dificultad. Después de este espectáculo, le resultaba incómodo pedirle a Aurora que se quedara, especialmente con Simón, cuya presencia imponía respeto.
Aurora, con un tono frío pero calmado, respondió:
—No se preocupe, director, sé que esto no es culpa suya. Pero en el futuro, no aceptaré pacientes de la familia Narváez.
—Claro, claro, señorita Lobos, su generosidad es admirable —el director, secándose el sudor, estaba agradecido y aliviado con su respuesta. Los Narváez, nuevos ricos demasiado ansiosos por escalar socialmente, probablemente no durarían mucho. Mientras Aurora, la eminente cirujana, se quedara, todo estaría bien.

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