Zacarías Beltrán y su hija acababan de regresar al país.
Elvira, apenas se enteró, se puso a limpiar la casa a fondo y preparó una cena deliciosa.
Cuando dieron las ocho de la noche, ella estaba en el baño del segundo piso. De pronto, el rugido de un carro sonó en el patio. Una sonrisa se le dibujó en los labios.
¡Por fin Zacarías y su hija habían vuelto!
Después de cuatro años sin verlos, Elvira sentía el pecho lleno de alegría. Se cambió y eligió un vestido largo color lila que resaltaba su cintura delgada. Bajó despacio por las escaleras, con paso elegante.
—¡Zacarías! —lo llamó con emoción.
El hombre estaba parado en la entrada. Llevaba un abrigo negro que hacía resaltar sus facciones marcadas y esos ojos que siempre parecían mantener a todos a distancia.
De hombros anchos y porte imponente, sostenía en brazos a una niña que parecía una muñeca de porcelana. Dormía profundamente.
Era su hija, Felicita Beltrán.
De cariño, le decían Feli.
—¿Feli se quedó dormida? —preguntó Elvira, con el rostro lleno de felicidad al ver a la pequeña. Iba a acercarse para tomar a su hija, pero entonces notó a otra mujer a su lado.
—Zacarías…
Una mujer guapa salió de entre las sombras de la noche. Con delicadeza, le acomodó una bufanda a Feli.
—¿Por qué caminas tan rápido? Hace viento, Feli se puede enfermar —le dijo a Zacarías.
—No pasa nada, ya llegamos —respondió él, mirándola con una ternura que Elvira no recordaba haber visto de su parte. Sus ojos parecían suaves, como si el cansancio del viaje hubiese desaparecido al verla—. Ya es tarde, Jazmín, quédate a dormir aquí esta noche.
Elvira sintió un retorcijón en el pecho. Zacarías, con esa mujer, se mostraba tan considerado… Muy diferente a la forma distante y cortante en la que la trataba a ella.
Además, Elvira conocía a esa mujer.
Se llamaba Jazmín Tamayo.
Era la maestra de Feli.
Hace unos años, cuando Elvira tenía veinte, se casó con Zacarías y tuvieron a Felicita. Por ese entonces, ella todavía era estudiante universitaria. Zacarías se fue a Nueva York a expandir el negocio familiar, pero solo se llevó a Feli y a Jazmín.
Feli era su hija, su orgullo, su sangre. Para él, era lo más importante.
Jazmín, en cambio, era su salvadora. Una vez le había salvado la vida y, como ella quería aprender de Zacarías, él la aceptó como aprendiz y la mantuvo cerca.
Antes de irse, Zacarías le había dicho:
—Elvira, todavía no terminas la universidad. Quédate aquí y estudia tranquila. Cuando pueda, traeré a Feli a visitarte.
Dalila era la empleada de la casa, pero siempre había sido grosera con Elvira. Le descontaba dinero de la despensa y andaba hablando mal de ella a sus espaldas.
Decía que Elvira no era más que una máquina de tener hijos, que Zacarías la había dejado tirada después de que naciera Feli.
La última vez, Elvira no aguantó más y la despidió.
Dalila entonces se fue a la otra casa, la de la familia. Incluso le dijo que su sueldo no lo pagaba Elvira, así que ella no tenía derecho a despedirla.
Y tenía razón. En la familia Beltrán, Elvira siempre se sentía como si caminara sobre vidrios. Cualquiera podía pasar por encima de ella.
Sin embargo, tras la partida de Dalila, Elvira aprendió a cocinar. Al menos ya no tenía que verle la cara todos los días, ni soportar sus comentarios envenenados. Se sentía mucho más tranquila y libre.
—¿A dónde se fue Dalila? —insistió Zacarías.
—Se fue a la otra casa. Dijo que aquí no se sentía a gusto —respondió Elvira con voz suave, sin mencionar nada malo de Dalila. No quería que pensaran que le gustaba quejarse.
Zacarías frunció el entrecejo, visiblemente molesto.
—Si Dalila no está, ¿quién va a cuidar a Feli?
—Yo la puedo cuidar —respondió Elvira, con firmeza. No quería que Dalila, con su doble cara, volviera a influenciar a Feli. Esa mujer era capaz de torcer hasta al mejor niño.

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