Olivia Mendoza miró el reloj de la pared de la galería de arte.
Eran las cinco de la tarde.
Por primera vez en mucho tiempo, decidió salir antes del trabajo.
Hoy era el cumpleaños de Yago.
Su esposo.
Apretó la correa de su bolso, sintiendo un nudo en el estómago que era una mezcla de nervios y una frágil esperanza.
Tres años de matrimonio.
Tres años de una frialdad que dolía más que cualquier golpe.
Pero Olivia no se rendía. Aún no.
Condujo por la Avenida de los Conquistadores, el corazón de la zona más exclusiva de San José del Mar.
Estacionó su coche y caminó con paso decidido hacia la Joyería Solís, un lugar donde solo entraban los que podían permitirse no mirar los precios.
El interior olía a lujo y a madera cara.
—Señora de la Vega, qué gusto verla —la saludó el gerente, un hombre impecable con una sonrisa estudiada.
—Vengo a recoger un encargo —dijo Olivia, con la voz más firme de lo que se sentía.
El gerente asintió y desapareció tras una puerta de terciopelo.
Regresó con una caja de piel azul oscuro, casi negra. La abrió sobre el mostrador de cristal.
Dentro, sobre un cojín de seda, descansaba el reloj.
Salió de la joyería con la pesada caja en las manos. El sol de la tarde le daba en la cara, pero ella sentía un frío por dentro que no se iba con nada.
De camino al ático que compartían, repasó las palabras que le diría.
"Feliz cumpleaños, mi amor. Espero que te guste. Lo elegí pensando en ti".
Sonaba patético hasta en su propia cabeza.
Pero era lo único que le quedaba. La esperanza.
Una esperanza tonta y obstinada de que el hombre con el que se casó todavía existía en algún lugar dentro de ese extraño indiferente.
Subió por el elevador privado, la caja del regalo apretada contra su pecho como si fuera un escudo.
Un escudo contra la soledad que la esperaba al otro lado de la puerta.

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