Petra siempre había sido muy consciente de sí misma y entendía perfectamente esa obsesión tan arraigada que existía en su círculo: la de que solo podía estar con alguien de su mismo nivel social.
No estaba dispuesta a seguir los pasos de su madre.
Y mucho menos iba a dejarse atrapar en una relación desigual.
Justo en ese instante, una ráfaga de aroma a carne asada del puesto callejero cercano llegó hasta la ventana. Su atención se desvió de inmediato y, como si su cuerpo reaccionara solo, el estómago le sonó con fuerza.
—Benjamín, ¿por qué no comemos aquí algo rápido?
Aprovechó el momento para cambiar de tema y, levantando la mano, señaló el puesto de comida desde la ventana del carro.
Benjamín la observó con una mirada intensa, como si tratara de leer sus verdaderas intenciones. Finalmente, estacionó el carro junto al bordillo.
Petra apretó los labios, y en ese instante, alcanzó a ver en la profundidad de los ojos negros de Benjamín una pizca de concesión.
Apartó la mirada y, tan pronto él detuvo el carro por completo, abrió la puerta para bajar.
Sin embargo, Benjamín levantó la mano y la detuvo justo cuando ella se inclinaba para salir.
Petra volteó, sorprendida, sin entender.
La mirada de Benjamín se fijó en sus pies.
—¿De verdad piensas bajarte así?
Petra bajó la vista. Se le había olvidado por completo: sus sandalias seguían atoradas en los tobillos.
Si bajaba así, cualquiera la vería y las burlas no se harían esperar. Imaginó los chismes y las risas, y no pudo evitar sentirse incómoda.
Pero en ese momento...
Su hambre podía más.
Benjamín, que la conocía bien, leyó el deseo en sus ojos. Sin decir más, abrió la puerta de su lado y bajó del carro.
—¿Qué se te antoja?
Los ojos de Petra brillaron de inmediato. No perdió tiempo y empezó a recitar su lista de antojos.
—Quiero brochetas de res, de pollo, de chorizo, y también esas de queso que vi en la entrada...
No paraba de mencionar platillos, como si en ese momento el apetito se hubiera apoderado de ella.
Benjamín la observaba, divertido, y en su mirada se notaba una ternura que rara vez mostraba.
—¿Cuántas de cada una?
Petra levantó la mano y mostró cinco dedos.
—Cinco de cada una.
Benjamín asintió.
—Está bien.
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