Todo lo que había conseguido en la casa Hurtado se lo merecía.
Los Pineda la habían enviado a esta familia, pero todavía pretendían controlar su vida, tratándola como si fuera la misma Frida pobre y desamparada de antes.
Ella solo quería tener una vida mejor, no había nada de malo en ello.
Cuando Frida salió de la capilla de los Hurtado, ya no quedaba nadie de la familia.
Su chofer la vio salir e inmediatamente condujo el carro hasta ella, bajándose rápidamente para abrirle la puerta.
Frida estaba claramente distraída y, al subir, tropezó con el estribo y trastabilló.
El chofer la sujetó al instante para que no cayera.
Una vez que recuperó el equilibrio, Frida bajó la mirada hacia el hombre que estaba a su lado.
El chofer retiró la mano de su muñeca de inmediato.
Frida esbozó una leve sonrisa, su voz era suave.
—Gracias, Kevin.
Kevin mantuvo la cabeza gacha, demasiado tímido para mirarla a los ojos.
—Señora, es mi deber.
Frida frunció los labios y dijo con delicadeza:
—Gracias a ti por cuidarme todos estos años.
—En esta casa, me temo que solo tú y Josefina me son leales.
Kevin se apresuró a añadir:
—El señor Benjamín también la respeta mucho, señora. No deje que la actitud de los demás le afecte el ánimo.
—Pase lo que pase, en esta casa, usted siempre será la matriarca.
Frida soltó una risa fría.
—¿La matriarca? ¿Cuándo me ha dejado el patriarca tomar las riendas de algo? Para él, sigo siendo una extraña de la que hay que desconfiar.
Los Pineda no la consideraban de la familia y los Hurtado la trataban como a una extraña.


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