El aire en la sala de control era una mezcla extraña de calma tensa y ozono de los equipos electrónicos. Afuera, el Gran Salón del Club El Nogal vibraba con la energía de quinientas de las personas más influyentes de Bogotá, pero aquí dentro, en la penumbra iluminada solo por el resplandor de una docena de monitores, el único sonido era el suave murmullo de los ventiladores y la voz serena de Valentina Rojas.
—Atención, luces. Cue 37, vamos con el barrido violeta en tres, dos, uno… Ahora.
Como si sus palabras fueran el interruptor, una cascada de luz violeta inundó la pasarela, bañando a la modelo que desfilaba con el vestido de cierre de la colección "Luna Escarlata". En la pantalla principal, que mostraba la transmisión en vivo, la tela del vestido pareció cobrar vida, sus lentejuelas brillando como un cielo nocturno. Valentina esbozó una media sonrisa, un gesto casi imperceptible. Perfecto.
Llevaba unos audífonos de diadema que aislaban casi por completo el caos del exterior, pero ella era el centro neurálgico de todo. Con una mano manejaba el mezclador de video, cambiando de cámara con una precisión de cirujano, mientras que con la otra hacía señas a través del cristal a Carlos Nieto, el productor de piso, un hombre corpulento cuya cara de estrés perpetuo se relajaba visiblemente cada vez que recibía una indicación suya.
Valentina era una maestra de orquesta en su elemento. Conocía cada segundo del evento porque ella misma lo había diseñado, cada nota musical, cada cambio de luz, cada paso de las modelos. Había pasado los últimos tres meses sin dormir bien, "camellando" sin descanso para que esa noche fuera impecable. Era su creación, su obra maestra.
—Audio, sube la pista 4 un veinte por ciento para el carrusel final. Quiero que la música envuelva al público, que les erice la piel —ordenó, su voz tranquila pero cargada de una autoridad que nadie se atrevía a cuestionar.
En la sala, un par de técnicos más jóvenes la miraban con una mezcla de admiración y temor. Era la señora Vega, la esposa del gran jefe, Alejandro Vega. Pero en ese cuarto, no era la esposa de nadie. Era la directora creativa, la "dura", la única persona capaz de manejar un evento de esa magnitud sin perder los estribos. Su reputación en el mundo de la publicidad bogotana era un secreto a voces: brillante, implacable, la verdadera mente detrás de los mayores éxitos de Grupo Vega.
—¡Estuvo del carajo, jefa! ¡Una chimba de evento! ¡La gente está como loca! —exclamó, abrazándola con una familiaridad que solo se permitía en momentos de triunfo.
—Hicimos un buen trabajo, Carlos —respondió ella, aceptando el abrazo con una sonrisa genuina, la primera completa de la noche—. Gracias a ti y a todo el equipo.
Se levantó, estirando los músculos entumecidos. Era hora de salir de su cueva y enfrentar el mundo real, el de los cocteles, las sonrisas falsas y, sobre todo, el de su esposo. Mientras caminaba por el pasillo oscuro que conducía al bullicio del salón principal, esa pequeña llama de satisfacción profesional ardía en su pecho. Era un recordatorio de quién era ella en realidad, más allá del apellido que llevaba y del papel que se esperaba que interpretara. Por ahora, en el eco de los aplausos, ese recordatorio era suficiente.

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