Los odiaba.
Los odiaba a todos.
Los monstruos de pelambre oscura y voces retumbantes.
Los fantasmas de ojos ardientes y movimientos fulmíneos.
Los hombres repulsivos, siempre en celo como perros.
Los mataría a todos.
Sin vacilar. Sin misericordia.
Porque le habían robado lo que más amaba en el mundo.
La nieve no atenuaba el fuego que ardía en su sangre.
El agua no calmaba su sed.
Las alimañas no saciaban su hambre devoradora.
Avanzaba sin descanso entre las estrechas paredes de los acantilados, hundiéndose en el lodo que se acumulaba en el fondo del angosto cañón.
La delgada franja de cielo allá arriba cambiaba de color sobre su cabeza.
Blanco. Negro.
Luz. Tinieblas.
Se alternaban como si el paso del tiempo aún tuviera significado.
No importaba.
Ya nada tenía importancia.
Tarde o temprano hallaría la salida de aquel maldito laberinto.
Entonces recuperaría lo que le habían robado.
Y los mataría a todos.
Porque los odiaba.
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