—¿Fidel les pidió que me trajeran a la fuerza?
Su tono sonó tajante y en su mirada se asomó una chispa de enojo.
Siempre había sido amable con ellos, casi nunca levantaba la voz, pero ese repentino cambio de actitud dejó a los dos desconcertados.
Los dos hombres se miraron entre sí, sin atreverse a insistir.
Candela, con el semblante serio, abrió la puerta del carro y se acomodó en el asiento del conductor.
Pisó el acelerador con fuerza, y el carro salió disparado del estacionamiento como si una flecha lo empujara.
Los otros dos corrieron hasta su propio carro, lo encendieron y la siguieron de cerca.
Candela condujo directo hasta las Residencias Monarca.
Detuvo el carro en el patio interior.
Apoyó la mano en la manija de la puerta, pero no se apresuró a bajarse.
El recuerdo de la última vez que se marchó seguía fresco en su mente.
Se había ido de ahí casi huyendo, y ahora, con solo enviar a dos personas, Fidel la hacía regresar.
¿De verdad él pensaba que podía llamarla y ella acudiría como si nada, como si fuera cosa suya?
Candela volvió a marcar el número de Fidel. Esta vez, la llamada sí entró.
—¿Para qué me hiciste volver?
Pero del otro lado de la línea no contestó Fidel.
—Sra. Arroyo, el señor Fidel está en una reunión en este momento. Si quiere, puede decirme y yo le paso el recado —respondió Mireia, en un tono más respetuoso que nunca.
Candela no notó ese cambio en la actitud.
—Dile que lo estoy esperando en Residencias Monarca.
Colgó sin más.
Afuera de la sala de reuniones, Mireia miró la pantalla apagada del celular, todavía sorprendida por las palabras de Candela.
Nunca se habría imaginado oír a Candela hablarle así a Fidel.
Tenía la impresión de que, después de aquella subasta, Candela había cambiado.
Desde entonces, nadie del equipo de secretarias la había visto preguntar por la agenda de Fidel ni inventar pretextos para aparecerse en la oficina, como cuando le llevaba comida.
Pero, ¿habría notado Fidel esos cambios?
...
Quiso hacer un berrinche, pero le daba miedo que Candela se fuera otra vez y no regresara nunca.
Candela ya llevaba mucho tiempo sin jugar con ella…
—Yo…
Dayana sollozó, y las lágrimas empezaron a caer sin descanso.
Al ver que Candela seguía en silencio, Dayana no aguantó más y rompió en llanto.
—¡Buaaa!
Candela soltó un suspiro. Ella sabía que Dayana era un poquito caprichosa, y la culpa, en parte, era suya por consentirla tanto.
Podía pedirle el divorcio a Fidel y mentalizarse para alejarse de él, cortar todo lazo.
Pero con Dayana…
Había criado a esa niña como si fuera su propia hija. Entre ellas, el lazo era tan fuerte como el de sangre.
Cuando se divorciara de Fidel, ya no habría muchas razones para ver a Dayana.
Solo de pensarlo, el corazón se le apretaba…

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