Fidel siguió la dirección en la que su hija señalaba y, tal como había dicho, vio a Candela platicando animadamente con un tipo.
No tenía idea de qué estaban conversando, pero la sonrisa de Candela era tan radiante que hasta los ojos le brillaban. Hacía mucho que Fidel no veía una expresión así en el rostro de esa mujer.
Como suele pasar, los niños no saben guardar la calma. Dayana se soltó de los brazos de su papá, saltó al suelo y, sin pensarlo dos veces, se fue corriendo con sus piernitas hacia donde estaba Candela.
—¡Candela! ¿Qué haces aquí?
Candela estaba hablando con Raúl sobre los objetos que se subastarían esa noche. Al ver aparecer de pronto a Dayana, se notó algo sorprendida.
—¿Daya?
Raúl bajó la mirada hacia la niña y, con amabilidad, preguntó:
—Candela, ¿esta pequeña es...?
Candela estuvo a punto de responder, pero recordó que cada vez que Dayana la veía, nunca aceptaba que era su madrastra.
En un evento tan formal como ese, no quería que Raúl se hiciera ideas equivocadas sobre su profesionalismo.
—Es la hija de una amiga —respondió con rapidez.
Fidel llegó justo a tiempo para escuchar esa frase. Miró a Candela y notó, sin que se le escapara el detalle, que su dedo anular estaba vacío.
Pasó la mirada, tan afilada como siempre, por encima de la escena y luego se agachó para cargar a su hija.
—¡Papá! —exclamó Daya, sintiéndose extrañamente incómoda. No sabía bien por qué, pero algo le pesaba en el pecho. Ver a Candela la había hecho muy feliz, pero Candela ni la abrazó ni le preguntó cómo estaba, como solía hacerlo antes.
...
Para Candela, ver a Fidel no fue ninguna sorpresa. Un evento de caridad de ese tamaño, con tantos empresarios y personalidades de Ciudad Solsticio, era obvio que Fidel estaría presente.
Ya había tomado la decisión de divorciarse, así que no le preocupaba que Fidel la viera.
Raúl se puso de pie y le extendió la mano a Fidel.
—Mucho gusto, soy amigo de Candela, me llamo Raúl.
Fidel apenas asintió, como si solo fuera un saludo por compromiso.
—Fidel.
Raúl retiró la mano, sin perder la sonrisa cordial.
—¡Ah! Así que es el famoso señor Fidel. He escuchado mucho de usted.
En el carro, Dayana se acurrucó en los brazos de su papá, luchando contra el sueño.
—Papá, ¿por qué Candela no regresa a casa? Quiero que me prepare ese arroz en forma de conejito.
Fidel miró a su hija dormida, tan tranquila. Le acomodó la chaqueta encima y luego se quedó viendo por la ventana.
Las luces de Ciudad Solsticio parpadeaban entre la lluvia que caía sin avisar. Ese tipo de clima siempre le traía un nudo al pecho...
Mientras tanto, Candela salió al escenario y la energía de la subasta llegó a su punto más alto.
Después de cinco años, volvía a dirigir un evento así de grande. Cada fibra de su cuerpo sentía que volvía a nacer.
Ni siquiera pensó si Fidel estaba entre el público; lo único en su mente era cómo lograr que esa noche la subasta alcanzara el mayor valor posible.
Mireia, al ver a Candela en el escenario, pensó que estaba alucinando.
¿Candela? ¿Ella era la subastadora principal?
¿No que solo servía para planchar la ropa y hacer postres en casa?
Verla ahí, tan segura, tan brillante, hizo que Mireia sintiera que el asiento le quemaba. Siempre había pensado que Candela solo había logrado casarse con Fidel por su cara bonita y su familia acomodada.

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