De todos modos, en un par de días, ella estaría de regreso.
Sin embargo, lo que traía a Fidel con dolor de cabeza era Dayana.
Esa niña siempre estaba al cuidado de Candela; jamás hacía caso a las empleadas, y hasta en el desayuno encontraba algo que no le gustaba, que si el pan estaba muy seco, que si el jugo tenía semillas. Nada le parecía.
Fidel no tuvo más remedio que encargarse él mismo de la pequeña, incluso la llevaba consigo al trabajo.
—Señor Fidel, a las seis de la tarde es la subasta benéfica. Dentro de poco tendremos que salir —le avisó Mireia al entrar a la oficina.
Apenas escuchó sobre una subasta, Dayana, que estaba armando figuras de Lego en el escritorio, brincó de emoción.
—¡Papá, yo también quiero ir!
Fidel la alzó en brazos y, con una servilleta húmeda, le limpió los restos de chocolate de la boca.
—Pues te llevo conmigo, ¿cómo no?
...
Candela había llegado temprano al salón para preparar todo.
Aquella subasta, organizada por la Cruz Roja, contaba con la colaboración de varios benefactores latinos de todo el mundo. El dinero recaudado se destinaría a organizaciones de ayuda a mujeres y niños.
Había tantas piezas para subastar que, siguiendo las reglas, el evento contaba con dos subastadores: primero, uno experimentado que animaría a los asistentes y, en el momento clave, Candela, la “estrella” de la noche, tomaría el control para rematar las piezas más importantes.
En la sala de preparación, Candela repasaba los detalles de las piezas cuando el organizador se acercó a presentarle a uno de los benefactores.
—Señor Raúl, aquí está la subastadora estrella que usted pidió, la señorita Candela.
Candela se puso de pie al escuchar su nombre.
—Gracias, de verdad es demasiado halago —respondió, mientras ofrecía la mano con una sonrisa cálida y serena.
—Señor Raúl, mucho gusto. Soy Candela. Gracias por confiar en mí, le aseguro que no le fallaré.
En realidad, Candela sentía curiosidad. Hacía mucho que no la invitaban como subastadora principal en un evento de esa magnitud. No entendía por qué el tal Raúl había preguntado específicamente por ella.
El hombre estrechó su mano, apenas rozando sus dedos.
—Candela, cuánto tiempo sin vernos.
Su voz era tranquila y suave, como un arroyo corriendo entre las piedras.
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