Ariel se sobó el brazo donde acababa de recibir el golpe, fingiendo que no pasaba nada.
—No es nada —soltó con aparente indiferencia.
Apenas terminó de hablar, el abuelo lo señaló con el látigo y preguntó tajante:
—¿Fuiste tú quien pidió el divorcio? ¿O fue Joha?
En ese instante, Adela lo comprendió todo.
Ariel solito se había metido en problemas.
Con las manos de vuelta en los bolsillos del pantalón, Ariel respondió sin darle importancia:
—Fui yo quien lo propuso.
No había terminado de decirlo, cuando el abuelo alzó el látigo y lo descargó directo sobre Ariel.
—¡Paf!
El cuero golpeó con fuerza el brazo y la cara de Ariel.
Hacía años que no le tocaba una paliza así. Ariel apretó los dientes y aspiró aire con fuerza. Sacó la mano derecha del bolsillo para pasársela por la mejilla donde el latigazo le había dejado ardiendo la piel.
Dolía, y no poco. Maldijo por dentro.
Seguro hasta le había marcado la cara.
Adela se estremeció al ver el golpe. Su hijo no era de quejarse, pero el dolor era evidente. Corrió a interceder:
—Ariel, hazle caso al abuelo. Dile que cometiste un error, que ya no quieres divorciarte.
Insistió, preocupada:
—Joha ni está aquí, aprovecha antes de que esto se vuelva un escándalo. Vuelve a la casa, habla con ella, haz las paces y cúmplele a tus abuelos lo que prometiste.
Mientras Adela intentaba calmar la situación, Ariel la miró con tranquilidad y le contestó:
—Mamá, Johana y yo no somos el uno para el otro. Ya no quiero hacerla sufrir.
Eso solo hizo que el abuelo se encendiera aún más. De inmediato le soltó dos latigazos más, sin compasión.
—¿No son el uno para el otro? ¡Después de tantos años juntos! La viste crecer y hasta ahora te das cuenta de que no funciona. ¿A poco justo ahora, cuando esa tal Carrasco volvió, se te ocurrió que ya no va? ¿No será que lo haces a propósito?
El abuelo se desbordó en furia:
—¡Estás perdiendo la cabeza, Ariel! Aquí en la familia Paredes, el divorcio no existe. Si hoy te mato a latigazos, se acaban todos los problemas y puedo darle la cara a Cristóbal.
Y con eso, el látigo cayó una y otra vez, cada vez con más intensidad.
—¡Pa! ¡Pa! ¡Pa!—el sonido llenó la sala como si estuviera lloviendo.
En ese momento, Johana y Marisela estaban en el jardín, vestidas con ropa para el sol y sombreros anchos, entretenidas arreglando las plantas.
Levantando el brazo para secarse el sudor de la frente, Johana se quejó:
—Marisela, mejor seguimos en la tarde. Siento que me va a dar un golpe de calor.
Desde arriba de la escalera, Marisela respondió:
—Es que ahorita es cuando tengo ganas de hacerlo. Tú métete a descansar, yo ya casi termino.
Johana la miró y suspiró:
—Mejor te acompaño. No quiero quedarme sola en la casa con Ariel.
No tenía ganas de regresar adentro y estar a solas con él; prefería soportar el sol a enfrentar esa incomodidad.
Le pasó las tijeras de podar a Marisela justo cuando Viviana irrumpió, agitada:
—¡Sra. Paredes! ¡Señorita Marisela! Por favor, vengan rápido. El abuelo y el señor Ariel están discutiendo, y la cosa se salió de control.
Viviana, con el miedo pintado en la cara, les soltó la bomba:
—¡Hasta el látigo sacó el abuelo! Si no entran a detenerlos, de verdad que van a matar a Ariel.

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