Después de unas disculpas rápidas y forzadas, todos empezaron a irse uno tras otro.
Cuando la puerta de la habitación se cerró, Ariel se dio la vuelta. Johana, nerviosa, apartó de inmediato la mano que tenía sobre él y se apresuró a explicar:
—Solo estaba lidiando con los reporteros.
Su tono sonaba distante y formal, como si marcara una línea invisible entre ambos.
Ariel no respondió. Caminó hacia el perchero, dándole la espalda a Johana, y se quitó la bata de dormir con naturalidad.
Tenía los hombros anchos, la cintura estrecha y la piel clara, casi pálida.
Gracias a años de ejercicio, no le sobraba ni un gramo de grasa; cada músculo parecía tallado a mano.
Johana sintió que la cara le ardía y bajó la mirada enseguida, sin atreverse a seguir mirando. Murmuró con voz baja:
—Voy de regreso a la oficina.
Ariel la miró por encima del hombro, pero cuando se dio cuenta, Johana ya había abierto la puerta y salido.
Frente a la puerta, Ariel se quedó mirando un largo rato, como si esperara que ella regresara.
Después... siguió vistiéndose, como si nada hubiera pasado.
...
De regreso, Johana tenía ambas manos aferradas al volante del carro. Se sentía agotada, como si llevara una piedra atascada en el pecho.
Hacía un mes, durante un chequeo médico, el doctor le había dicho que tenía un pequeño nódulo y le recomendó mantenerse tranquila y hacerse revisiones periódicas.
Eso nunca le había pasado antes de casarse.
De reojo, miró el asiento del copiloto, donde descansaban los papeles del divorcio. Sintió una ola de impotencia.
Hace un rato los había llevado al hotel... pero terminó regresándolos a casa.
Durante tres años, había pensado miles de veces en divorciarse, pero cada vez que recordaba a Ariel cargándola y sacándola del incendio, se le aflojaba la determinación.
Le daba miedo que, si le entregaba esos papeles y Ariel aceptaba de inmediato, entonces ya no habría vuelta atrás. Así que esos documentos llevaban mucho tiempo a su lado, como un recordatorio silencioso de sus dudas.
...
Después de que el escándalo se calmó, todo volvió a la rutina de siempre.
Nada cambió.
Una mañana, al pasar frente a la sala de juntas chica, Johana escuchó que estaban en plena reunión.
—¿Otra vez a rehacer las cuentas? Sr. Ariel, ya las revisé seis veces.
—Es que Johana tiene mucha suerte. Nomás se casó y ya subió como la espuma, ni necesita hacer proyectos, solo poner su firma con los clientes y ya.
—¿Te da envidia? Pues así es esto, no tenemos sus habilidades para caerles bien a todos ni esa paciencia suya. ¿Vieron lo que salió en las redes el otro día? Otra vez fue ella quien limpiaba el desastre de Ariel.
Dos chicas se reían, y luego un chico intervino:
—Sr. Ariel, dicen que cuando Johana llegó al hotel esa noche, tú y Maite estaban ocupados en “lo suyo”. ¿A poco Johana no lloró?
Ariel escuchaba todo con una sonrisa y preguntó:
—¿Y de dónde sacaron ese chisme? Está bueno, ¿eh?
Tras casarse, el abuelo de Ariel la puso en la empresa como subdirectora, supuestamente para ayudar a Ariel.
Pero en realidad, solo la pusieron ahí para vigilarlo. Aunque, al final, ni eso logró.
Sacó los papeles del divorcio del cajón y se quedó mirándolos mucho rato.
En el fondo, siempre supo que no debía engañarse más. Siempre supo que Ariel ya no era alguien por quien valía la pena esperar.
De pronto, sintió que no tenía ganas de aferrarse.
No quería seguir siendo el obstáculo que le impidiera buscar su felicidad.
Así que, después de que Ariel terminó la reunión, fue a buscarlo.
Justo cuando llegó a la puerta de su oficina, Ariel salía.
Al verla, se sorprendió un poco:
—¿Necesitas algo?
—Tengo unos documentos que necesitas firmar —contestó Johana.
Ariel volvió a su escritorio y tomó la pluma sin pensarlo mucho.
Ella le pasó varios papeles de trabajo para firmar. Cuando terminó, le entregó dos copias del acuerdo de divorcio y, con voz serena, dijo:
—Cuando tengas tiempo, avísame y vamos a terminar con esto.
Ariel, con la pluma suspendida en el aire, se quedó mirando a Johana en silencio.
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