Sus palabras la hicieron reír. ¿El gran presidente del Grupo Guerrero temiendo que su esposa se escapara? Si eso se supiera, sería el hazmerreír de todos.
—Entonces más te vale tratarme bien. Corro muy rápido, no podrías alcanzarme.
De repente, la expresión de Sabrina se ensombreció y su mirada se desvió instintivamente hacia las piernas de Ignacio. Se dio cuenta de que había metido la pata.
—Lo siento, no era mi intención.
—No acepto disculpas verbales —dijo Ignacio, fingiendo estar ofendido, aunque en realidad no le había dado importancia a sus palabras.
Si había logrado despertar de un estado vegetativo, ¿iba a preocuparse por ser un tullido? Tarde o temprano volvería a caminar. Además, su condición de lisiado le granjeaba un extra de atención y cuidados por parte de su esposa. ¿Por qué no aprovecharlo un poco más?
—Entonces, ¿qué tipo de compensación quieres? —le siguió el juego Sabrina.
—Soy un hombre, ¿qué crees que necesito como compensación?
El rostro de Sabrina cambió de color y se retorció las manos, nerviosa. ¿Por qué la conversación siempre terminaba en terreno pantanoso?
—Olvídalo, no te forzaré —dijo Ignacio con un suspiro, adoptando una expresión de tristeza.
Movida por la culpa de su vida pasada, Sabrina no soportaba verlo triste. Al segundo siguiente, se inclinó y lo besó. Su intención era que fuera un beso fugaz, como el aleteo de una mariposa, pero justo cuando estaba a punto de apartarse, una mano grande se aferró a su nuca, intensificando el beso.
Sabrina, inexperta en el arte de besar, se quedó paralizada, recibiendo el beso apasionado de Ignacio.
Pasó un largo rato antes de que Ignacio finalmente la soltara. Su expresión era de anhelo, y sus ojos reflejaban una pizca de decepción.
—Me encantaría devorarte de un solo bocado —susurró.
—¡Te las envió tu marido! —respondieron Petrona y Betina al unísono, mirándola con recelo.
Qué descaro, pensaron. Seguro que lo preguntaba a propósito para humillarlas.
—¿Ignacio me las envió a mí? —preguntó Sabrina, incrédula.
—¿Y quién si no? Y no son unas rosas cualquiera, son el Hermès de las rosas. Cada una cuesta varios cientos —dijo Betina, verde de envidia.
"¡No!", pensó. "Cuando vuelva, haré que ese bueno para nada me regale flores a mí también. Tengo que ganarle a Sabrina en esto".
Sabrina sonrió, sintiendo una oleada de felicidad. Era la primera vez que recibía flores. Pero, ¿cómo iba a subir un ramo tan grande a su habitación?
—¿Y dónde está Ignacio? —preguntó a Petrona, buscando con la mirada por todo el vestíbulo.

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