Ambos no se dieron cuenta de su presencia, y caminaron directo hacia la mesa contigua.
Karina apartó la mirada de inmediato, volviendo a enfocarse en Lázaro, quien estaba justo frente a ella.
Era curioso: la misma ropa, pero en el cuerpo de Lázaro irradiaba una energía salvaje; cada músculo resaltaba con una fuerza que resultaba imposible ignorar.
En cambio, en Valentín ese atuendo parecía una imitación forzada, como si intentara copiar un estilo relajado que simplemente no iba con él, y terminaba viéndose fuera de lugar.
Desde la mesa de al lado, se escuchó la voz de Fátima, llena de admiración:
—Valentín, no imaginé que la ropa casual te quedara tan bien.
La voz de Valentín sonó cortante:
—Tienes buen ojo, deberías aprenderle más a ella. Cuando volvamos, cambia toda la ropa de mi armario.
La sonrisa de Fátima se congeló por un momento y, enseguida, se tornó en un puchero:
—Mi sueldo aún es bajo, no soy como Karina… Su papá la consiente, puede comprar lo que se le antoje.
Valentín pareció reaccionar apenas entonces. Sacó una tarjeta negra y se la entregó a Fátima:
—Toma esta tarjeta, úsala como quieras.
Toda la atención de Karina estaba puesta en lo que ocurría detrás de ella.
Ni siquiera notó que el hombre frente a ella fruncía el ceño, con una mirada cada vez más cargada de molestia.
De pronto, la carta del restaurante apareció frente a ella.
Los dedos de Lázaro, largos y definidos, señalaron el primer platillo de la lista: “Langosta australiana al horno con trufa negra”.
El precio era de cinco cifras.
Las pupilas de Karina se contrajeron.
Ese platillo costaba más de lo que Lázaro ganaba en varios meses.
Al cruzar miradas con él, notó un dejo de disgusto y, de repente, comprendió.
—Está bien —le pasó la carta al mesero—. Llévate este pedido.
¡Ni modo, ella misma había dicho que invitaría! Si salía caro, pues ni hablar.
Una vez hecho el pedido, el ambiente en la mesa solo se volvió más tenso.
—¿No vas a saludarlos? —preguntó Lázaro de repente.
Karina sintió que el corazón se le detenía. Desvió la mirada con torpeza.
—No los conozco.
Lázaro no insistió, pero su expresión se volvió aún más hosca.
—Ese día, en la tienda, agarraste mi talla. ¿No es obvio que esa ropa también la compraste para mí?
Echó una mirada de desdén a Lázaro, quien seguía callado, y reviró:
—¿Ahora que te descubrí, te da pena admitirlo? ¿Por eso le diste la ropa a este tipo que solo vive de lo que tú le das? ¿Ya le contaste toda la historia?
Remarcó con veneno la frase “vive de lo que tú le das”, mirando a Lázaro con provocación.
Karina apretó los puños con furia; no esperaba que Valentín fuera capaz de tanta desfachatez.
Se apresuró a mirar a Lázaro, intentando aclarar la situación:
—No le hagas caso, ¡está diciendo puras tonterías! Esa ropa es tuya, yo la compré especialmente para ti.
Luego, volteó a Valentín con una mirada llena de rabia:
—¿Estás mal o qué? ¡Tienes novia! ¿No se te ocurre pensar en sus sentimientos antes de decir esas cosas?
—Ja —Valentín alargó el brazo y abrazó a la descompuesta Fátima—. Ella no es tan insegura como tú. ¿Qué, te enojaste porque te dije la verdad? ¿Tan desesperada estás que te buscas a cualquier tipo solo para olvidarme? Karina, así solo logras que te pierda el respeto.
A Karina le hervía la sangre.
Apretó el puño con tanta fuerza que sus uñas se enterraron en la palma.
Justo cuando el coraje la dejó sin palabras, Lázaro, que había permanecido en silencio, por fin habló.

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