Karina miró su cara y de inmediato le vino a la mente aquel beso en la salida de emergencia; el corazón se le desbocó, perdiendo el compás.
Temía que la sorprendiera de nuevo con otro beso.
Si seguían así, no sabía hasta dónde podrían llegar.
Así que, terminando el último bocado, dejó los cubiertos sin pensarlo dos veces.
—Tengo trabajo pendiente, me adelanto al estudio.
Dicho esto, salió disparada y se encerró en el estudio, asegurándose de ponerle seguro a la puerta.
En la sala, Lázaro observó cómo huía, su silueta perdiéndose tras la puerta. Sus ojos se oscurecieron, pero al final lo único que hizo fue dibujar una mueca resignada antes de regresar a su propio departamento.
...
La semana siguiente transcurrió con una armonía poco común.
Lázaro, puntual, le traía todos los días la misma comida que repartían en la estación de bomberos.
Al terminar el trabajo, cenaban juntos en el departamento de Karina.
La lluvia, que no había dado tregua, finalmente se detuvo.
Pero cada vez que Karina pensaba que el clima despejado significaba cumplir su promesa de acompañar a Lázaro a correr al trabajo, sentía que la cabeza le daba vueltas.
Esa noche, después de cenar, por fin se armó de valor.
—Oye... si mañana amanece sin lluvia, voy contigo a correr, ¿va?
No quería quedar como alguien que no cumple su palabra.
Al escucharla, el brillo en los ojos negros de Lázaro se encendió.
—Perfecto. Esta noche te enseño cómo calentar antes de correr.
Karina soltó un quejido de inmediato:
—¿Ya tan rápido? ¡No, por favor!
Pero el destino tenía otros planes y ninguno de los dos pudo salirse con la suya.
Apenas Karina dejó el plato sobre la mesa, el teléfono sonó. Era Isabel, y su voz llegaba entre sollozos ahogados.
—¡Señorita, algo terrible pasó! ¡La señora... la señora se cayó por las escaleras!
La mente de Karina se nubló. No pensó en nada más, solo agarró las llaves del carro y salió corriendo.
Pero una mano grande y firme fue más rápida, quitándole las llaves.
Lázaro habló con voz grave:
[Justo en ese momento, las cámaras de seguridad de la casa dejaron de grabar... ¡y nadie encuentra a esa muchacha!]
Karina, con los ojos rojos y llenos de furia, encaró a Gonzalo:
—¡Mientes! Mi mamá no se cayó sola, ¡alguien la empujó!
La expresión de Gonzalo se tensó de golpe, y al siguiente segundo, explotó:
—¡No inventes! Todos estábamos ahí, ¿tú viste que alguien la empujara? Mejor dime quién te llenó la cabeza de esas cosas.
Se giró de inmediato hacia el mayordomo y ordenó, con voz dura:
—¡Andrés! ¡Ve y encierra a quien anda diciendo esas tonterías! Quiero ver quién se atreve a difamarnos.
Para sorpresa de Karina, Andrés bajó la cabeza y asintió, dándose la vuelta para cumplir la orden.
—¡Andrés! —Karina lo llamó, incrédula—. ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a proteger al culpable y ocultar la verdad?
Andrés se detuvo, giró despacio y la miró con una distancia y formalidad que le resultaron ajenas.
—Señorita, yo estaba en la sala cuando todo pasó. El señor, la señorita Fátima y la señora Sabrina nunca se movieron del sofá. La señora, de verdad, se cayó sola.
—Estoy seguro de que el señor jamás le haría daño a la señora. Estos días han estado discutiendo mucho y el señor ni siquiera se atrevía a volver a casa. A pesar de eso, todos los días traía flores para reconciliarse. Señorita, está acusando injustamente al señor.

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