—No —respondió Lázaro tras una breve pausa. Luego agregó—: Mi suegra está en el hospital, la están tratando de salvar.
Sebastián no pudo ocultar la sorpresa:
—¿Qué pasó?, ¿cómo que tu suegra está en el hospital?
Lázaro le contó todo lo sucedido y después añadió:
—Quiero que averigües quién empujó a mi suegra por las escaleras.
—Cuenta conmigo, déjamelo a mí —replicó Sebastián, bajando la voz de repente, como si estuviera a punto de soltar un secreto—. Oye, ¿quieres que te cuente el chisme de la familia de tu esposa?
Aunque tenía un acuerdo de confidencialidad y no se suponía que hablara de eso con nadie, sabía que Lázaro jamás iría contando cosas a lo loco. Nadie podía hacer que él hablara más de la cuenta; era más fácil que cayera un rayo.
Lázaro se mantuvo en silencio, pero tampoco colgó la llamada. El silencio fue suficiente para que Sebastián entendiera que podía soltar la sopa.
—Pues mira, Fátima sí es hija ilegítima de Gonzalo.
—Y para acabarla, es un mes mayor que tu esposa. Si hago cuentas con la fecha de boda de tu suegra, resulta que Gonzalo ya andaba haciendo de las suyas en plena luna de miel.
—Pero, ¿sabes qué es lo más fuerte? La mamá de Fátima, Sabrina, era una estudiante pobre a la que tu suegra empezó a ayudar desde que tenía ocho años. Resulta que Sabrina es del mismo pueblo que Gonzalo, hasta puede que fueran amigos de la infancia.
—Después, cuando Sabrina llegó a la universidad gracias a la ayuda de tu suegra, la buscó, empezó a hacerse su amiga y terminó siendo su confidente. Incluso fue ella quien presentó a tu suegra y a Gonzalo y los empujó a casarse.
—Pero ahí no terminó la cosa. En cuanto pudo, Sabrina se embarazó de Gonzalo y se largó al extranjero usando el dinero que tu suegra le había dado para estudiar fuera del país.
—Todos estos años, Gonzalo la ha mantenido en secreto, mandándole dinero para que no le falte nada.
Al final, Sebastián soltó un largo silbido.
—Vaya, esa mujer sí que jugó sus cartas. Primero le quita todo a Gonzalo, luego empuja a tu suegra al vacío y se queda ella con todo el protagonismo… Menuda cabeza y menudas mañas, de verdad.
Antes de colgar, Lázaro le pidió:
—Hazme otro favor, ¿sí?
Colgó, guardó el celular y caminó hacia el área de cirugía.
El pasillo estaba completamente vacío, solo Karina permanecía sentada en una banca, acurrucada en sí misma. Su figura, pequeña y encogida como un gatito abandonado, hacía que cualquiera sintiera un nudo en el pecho al verla.
Lázaro se acercó y le pasó un paquete de pañuelos.
Karina se sobresaltó, se giró de inmediato para secarse las lágrimas con torpeza y preguntó, con la voz cargada de dolor y la nariz tapada:
—¿Por qué tardaste tanto?
—Recibí una llamada —contestó Lázaro, mientras le ofrecía una botella de agua—. Toma, necesitas hidratarte.
Karina aceptó y le dio unos pequeños sorbos. Levantando la mirada, con los ojos enrojecidos, preguntó:
—¿Viste a mi papá y a la señora Sabrina en la sala de descanso?
Lázaro recordó esa escena tan desagradable y solo asintió con un gruñido.
Karina insistió:
Karina, desesperada, sacó el celular y abrió la lista de contactos.
Lázaro también sacó el suyo y marcó al cuartel de bomberos:
[¿Alguien con sangre tipo A u O puede venir a la Clínica Universal Salus? Es urgente, estamos cortos de sangre.]
Del otro lado, Karina por fin consiguió que le contestaran.
—¿Y ahora qué quieres? Estoy hablando de temas importantes con la señora Sabrina. Si no es urgente, cuelga ya —la voz de su padre sonaba harta y cortante.
—Mi mamá está desangrándose. Necesitamos cinco donadores. ¡Por favor! —Karina suplicó, desesperada.
Pero la respuesta fue todavía peor:
—Mi sangre ni siquiera es compatible, ¿para qué me avisas? Búscate a alguien más. Hay mucha gente en el hospital. Si no, paga por la sangre.
[La llamada se cortó.]
Karina se quedó con el celular en la mano, congelada, los dedos entumidos. Sintió como si el frío le calara hasta los huesos, empezando desde la punta de los dedos y extendiéndose por todo el cuerpo hasta hacerla temblar.
Ese era su padre. Un hombre capaz de dejar morir a su esposa y no mover un dedo. No podía entender cómo había cambiado tanto, cómo podía ser tan despiadado.
Pero no se permitió perder tiempo. Secándose las lágrimas, volvió a buscar entre sus contactos.
En ese momento, Valentín, que había estado en el balcón, entró y preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurrió?

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