Por suerte, media hora después, la esperanza finalmente se asomó.
El médico salió del quirófano con una expresión llena de alivio.
—Ya se transfundieron dos mil mililitros de sangre y hasta tenemos más plasma preparado por si hace falta —anunció, dejando ver una sonrisa de satisfacción.
Echó un vistazo a los jóvenes fornidos que esperaban a un lado, y sus ojos brillaron con aprobación.
—Los compañeros bomberos tienen una condición física de primera. El plasma que donaron pasó las pruebas sin problema, está todo en orden.
Valentín se acercó, miró de reojo a Karina y comentó con aire triunfal:
—Al final, también fue gracias a mi donación de sangre.
El médico revisó los papeles que tenía en la mano y, con cierta incomodidad, le respondió:
—Sr. Valentín, su plasma no cumplió con los requisitos. Ya lo descartamos según el protocolo.
Levantó la mirada y, de buena fe, le aconsejó:
—Le sugiero que no trasnoche tanto, y que le baje al cigarro y al alcohol.
Los bomberos no pudieron contenerse y varios soltaron carcajadas.
Algunos hasta se apoyaron entre sí, doblados de la risa.
El rostro de Valentín se descompuso de inmediato. Miró a Karina con furia y espetó:
—¡De todos modos, yo también doné sangre!
Karina alzó la vista, fijando sus ojos en Valentín.
Esa mirada, tan helada y cargada de desprecio, le heló la sangre a Valentín, quien sintió un escalofrío correrle por la espalda.
Sin ganas de perder el tiempo con él, Karina se giró hacia el médico.
—Doctor, mi mamá... ¿qué probabilidades tiene de sobrevivir?
El médico ya sonaba mucho más animado.
—Srta. Karina, tuvo suerte. Justo llegó la famosa cirujana, la doctora Eloísa, para hacerse cargo de la operación. Las posibilidades de que su mamá salga adelante pasaron de un treinta por ciento a un ochenta por ciento.
A Karina se le humedecieron los ojos de nuevo. No pudo evitar sentirse profundamente agradecida.
—Gracias, doctor. De verdad, muchísimas gracias a todos.
Mientras tanto, Valentín, con una expresión oscura y el orgullo hecho trizas, se dio la media vuelta y se marchó sin mirar atrás.
El cuerpo de Karina seguía temblando levemente. El miedo y el alivio se mezclaban en su interior, y sentía que ya no le quedaban fuerzas.
Lázaro no dijo nada; simplemente la abrazó por los hombros y la acompañó a sentarse en una banca cercana.
Una vez que Karina estuvo acomodada, Lázaro se dirigió a los jóvenes bomberos, que todavía bromeaban entre ellos.
Recuperó su semblante serio y, con voz baja, les ordenó:


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