—¿Dónde quedó mi celular? —cambió de tema Karina, con una voz tan bajita que apenas se escuchaba, como el zumbido de un mosquito.
—Aquí está —respondió Lázaro de inmediato, entregándole el celular—. Lo puse a cargar un rato por ti, ya tiene la batería llena.
Karina encendió la pantalla y se sorprendió al ver que ya eran más de las cuatro de la tarde.
En la pantalla, aparte de unos cuantos mensajes basura, solo había un WhatsApp de Belén enviado por la mañana.
[¿Ya despertaste? Cuando lo hagas, márcame. ¡Tengo un chisme buenísimo que contarte!]
Por ahora, Karina no tenía ánimo para contestar, así que guardó el celular en silencio.
Lázaro llegó con un tazón de avena caliente y se lo acercó con cuidado.
—¿Quieres tomar un poco y luego vuelves a acostarte?
—No, ya no quiero estar acostada. Mejor voy a la sala a comer.
Intentó levantarse de la cama con esfuerzo, pero apenas sus pies tocaron el piso, las piernas le temblaron y no pudo sostenerse.
Resignada, se dejó caer de nuevo al borde de la cama.
—Olvídalo, mejor pásamelo aquí.
Lázaro soltó una risita baja, arrastró una silla y se sentó frente a ella.
—Deja, yo te doy —dijo con la voz un poco ronca y un dejo de burla—. La que se esforzó anoche fuiste tú.
La cara de Karina se puso roja como un tomate. Sin quedarse atrás, replicó:
—¡Y tú qué! El que más se cansó fuiste tú, ni siquiera me moví...
No terminó la frase porque, al intentar tomar la cuchara, una oleada de debilidad le recorrió el brazo, tanto que le dolieron hasta los dientes.
De pronto, como si le cayera el veinte, miró a Lázaro con los ojos abiertos de par en par, incrédula, y el rostro le ardió todavía más.
La sonrisa en los ojos de Lázaro se hizo más intensa, aunque su tono fue serio y calmado.
—Tú te esforzaste más que yo.
Sirvió una cucharada de avena y la acercó a sus labios.
—Tómate esto y descansa otro rato. Yo voy a ver cómo sigue mi mamá, no te preocupes por nada.
Karina no tuvo más remedio que abrir la boca.
La avena con calabaza y un toque de maíz estaba en su punto, suave y dulce. Tenía tanta hambre que se tomó dos tazones sin detenerse.
Al terminar, quiso ir al baño, y Lázaro instintivamente se acercó para ayudarla.
—¡Quita eso! —le soltó, dándole un manotazo—. ¡Tampoco estoy tan inútil!
Karina avanzó despacio sola. Al pasar frente al espejo de cuerpo entero, se detuvo en seco.
Se miró: llevaba puesta una camiseta blanca de hombre, tan grande que el dobladillo casi le tapaba los muslos.

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