Al mismo tiempo, en la estación de bomberos de Puerto Escondido.
La sala médica estaba impregnada con ese fuerte olor a desinfectante que se colaba en la garganta.
Lázaro estaba sin camisa, mostrando su torso definido y musculoso. Tenía la espalda hacia el doctor, dejando que le untara una pomada sobre la zona quemada, que ahora lucía como una herida de guerra, roja y retorcida.
Cada fibra de sus músculos sobresalía más de lo normal, tensos por el dolor, mientras pequeñas gotas de sudor resbalaban por su mandíbula marcada.
—Lázaro, esta vez sí te la jugaste —soltó el doctor, un hombre de edad, mientras le ponía una venda con cuidado, suspirando con resignación—. Es una quemadura de segundo grado, y bastante grande. Si hubieras salido un segundo más tarde, te tocaba injerto de piel en toda la espalda. Nada de mojarte estos días, y nada de andar de héroe. Te quiero en descanso total, ¿me oíste?
Lázaro no respondió. Solo esperó a que terminaran de vendarlo, luego tomó la camiseta negra que tenía a un lado y, aguantando el ardor que le recorría la espalda, se la puso despacio.
Apenas abrió la puerta, varios bomberos que esperaban afuera se acercaron en tropel, la preocupación pintada en la cara.
—¡Sr. Lázaro! ¿Qué le pasó hoy? ¡Por poquito y no la cuenta!
—Llevamos años con usted y nunca lo habíamos visto así de mal.
Lázaro no les prestó atención. Sacó su celular del bolsillo.
En la pantalla, dos llamadas perdidas de números desconocidos.
Justo cuando iba a borrarlas, uno de los bomberos más jóvenes se le acercó, con el chisme a flor de piel.
—Oiga, Sr. Lázaro, ¿adivine qué pasó? El de la recepción dice que marcó una señora diciendo que era su esposa, pero tenía la voz tan ronca que parecía pato. Pensaron que era broma y le colgaron.
Lázaro se quedó helado, apretando el celular.
Giró de golpe y clavó una mirada cortante en el joven.
—¿Cuándo fue eso?
El chico se encogió, tartamudeando:
—Pues... hace unos minutos, apenas...
Sin decir palabra, Lázaro dio media vuelta y caminó a grandes zancadas hacia el estacionamiento.
Mario tardó en reaccionar, pero cuando entendió lo que pasaba, le dio un manotazo en la cabeza al chismoso.
—¿Eres tonto o qué? ¡La señora acaba de salir de un incendio y tragó humo! ¡Obvio que tenía la voz hecha polvo! ¿No ves que el jefe se arriesgó la vida para salvarla? ¡Y tú te andas riendo!
El chico se puso pálido, balbuceando:
—Yo... yo no sabía... ni fui yo quien colgó...
Mario ya no le hizo caso y salió corriendo tras Lázaro, gritando:
—¡Sr. Lázaro! ¡Está malherido, déjeme manejar el carro!
...
Hospital municipal, habitación VIP.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Renacer en el Incendio: Me Casé con Mi Salvador