Magdalena tomó un taxi con las pocas monedas que le quedaban en el bolsillo.
Le dio al conductor una dirección que no había visitado en tres años. La dirección de la única persona en el mundo que realmente la amaba.
El taxi la dejó frente a una pequeña casa de madera en un barrio obrero.
La pintura azul estaba descascarada y en el porche había macetas con geranios, cuidados con esmero.
Era la casa de su abuelo, Hernán Valenzuela.
El corazón se le encogió de culpa. Lo había abandonado por vivir un sueño que resultó ser una pesadilla. Su abuelo se había opuesto a su matrimonio, temiendo que la familia Montero la destrozaría.
Cuánta razón tenía.
Llamó a la puerta y, segundos después, esta se abrió.
Hernán, un hombre de sesenta y cinco años con manos callosas de carpintero y ojos amables, la miró. Su rostro pasó de la sorpresa a la preocupación en un instante.
—Mija… Magdalena, ¿qué pasó?
No hicieron falta más palabras.
Magdalena se derrumbó en sus brazos, no con las lágrimas de una víctima, sino con el llanto ahogado de una guerrera que por fin llegaba a su refugio.
Su abuelo la abrazó con fuerza, sintiendo el temblor de su cuerpo.
—Ya estás en casa, mi niña. Ya estás a salvo.
La hizo pasar y le preparó un té de manzanilla, como cuando era pequeña y tenía pesadillas.
Sentados en la humilde cocina, que olía a madera y a hogar, Magdalena le contó todo.
Le contó la humillación, el desprecio, el divorcio.


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