Un hombre criado entre lujos, orgulloso, cada gesto y movimiento destilaba una elegancia innata.
Sin embargo, el portazo que dio no fue para nada discreto.
Ese ruido hizo que Gabriel e Irene voltearan a verlo.
Camelia, aprovechando el momento, les sonrió con picardía:
—Presidente Lobos y señorita Casas, qué buena relación tienen ustedes, parece que fueran pareja.
Gabriel cerró el carro, guardó las llaves en el bolsillo y, sin perder la compostura, le devolvió la sonrisa a Camelia.
—Tú y el presidente Monroy tampoco se quedan atrás, diría que hasta parecen matrimonio. Cualquiera pensaría que eres la señora Monroy.
La frase iba envenenada, aunque Gabriel no perdía la sonrisa. Sabía cómo clavar el aguijón sin mancharse.
Camelia, de inmediato, perdió la expresión risueña.
Un instante después, intentó justificarse:
—No digas eso, es un malentendido. Entre Enrique y yo solo hay una amistad limpia, de hermanos, ¿eh? No vayas a andar inventando cosas.
—Desde chicos hemos sido inseparables, como si hubiéramos crecido usando la misma ropa, pero eso no significa nada más—añadió, lanzando una indirecta—. No como el presidente Lobos y la señorita Casas...
Gabriel curvó los labios en una mueca divertida.
—Igual y tú también te confundiste. Me acordé de un jefe con el que colaboramos hace tiempo. Era tan retorcido que veía suciedad en todos lados y terminó inventando rumores. Al final, acabó en la cárcel.
—¿Y ahora qué estás diciendo? No digas tonterías—se metió Armando, arrugando la frente—. Nosotros vimos cómo se daban dulces entre ustedes, ¿qué amistad de hombre y mujer es así de cercana? Además, la señorita Casas es una mujer casada. ¿No les da pena hacer esas cosas a plena luz del día?
A Irene le causaron gracia aquellas acusaciones.
—¿Mujer casada yo?—su voz sonó serena y cortante—. Entonces díganme, ¿quién es mi esposo?
—Tú...—Armando se quedó callado, el coraje se le subió al rostro, pero no supo qué decir.
Enrique, por su parte, daba a entender que prefería mantener su relación con Irene en secreto, así que Armando terminó metiéndose el pie solo.
Finalmente, Armando soltó, masticando las palabras:
—¡Quién sabe quién será tu esposo!
Irene soltó una carcajada seca.
—Qué bruto.

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