Cuando Darío tocó el timbre, Isaac estaba sentado en el sofá, abrazando a Selena.
A ella ni ganas le daban de levantarse, así que él le dio unas palmaditas en la espalda, avisándole que él iría a abrir la puerta.
—Presidente Méndez.
Darío entró con varias bolsas de mandado, pesadas, y se las entregó a Isaac con la cabeza gacha, mostrando respeto.
—Déjalas aquí.
Isaac tomó las bolsas y las puso sobre la mesa del recibidor. Darío, entendiendo la indirecta, asintió y se fue sin decir más.
Cuando la puerta se cerró, Selena ya había llegado hasta las bolsas. Empezó a curiosear, sacó una caja de fresas y, sin más, se metió una a la boca.
—¿Tienes hambre? —preguntó Isaac.
—Un poco.
Selena tragó la fresa, con el sabor ácido y dulce llenándole la boca. Sus dedos quedaron húmedos y, antes de que pudiera limpiárselos, Isaac tomó la caja, le acercó la mano y le chupó con suavidad las gotitas que quedaban en la punta de los dedos.
Dentro de las bolsas había de todo: ingredientes frescos y coloridos. Selena eligió un par y los guardó en el refrigerador, mientras por el rabillo del ojo veía cómo Isaac ya se remangaba y entraba a la cocina, listo para ponerse a cocinar.
—¿Y tu novela? ¿Te ha llegado alguna idea nueva últimamente?
Selena negó, echando el cuerpo hacia adelante sobre la barra de la cocina, con la cara apoyada en las manos, mirando cómo Isaac cortaba con destreza.
—¿El editor está duro y dale contigo?
—Todos los días me anda presionando —suspiró ella—. Pero no se me ocurre ni una sola palabra.
—Entonces deberías escribir sobre mí —soltó Isaac, sin voltear, mientras el cuchillo sonaba contra la tabla de picar.
Selena lo miró, extrañada. ¿Escribir sobre él?
—Con lo increíble que soy, no te alcanzaría ni un libro para contar mi historia —dijo Isaac, girando un poco el cuerpo y guiñándole el ojo con picardía.
Selena se sentó a la mesa, observando al hombre en la cocina. Había algo casi surrealista en la escena.
Ese mismo presidente Méndez que en el mundo de los negocios era implacable, que a la hora de negociar era pura fuerza y decisión, ahora andaba en ropa cómoda, con el cuerpo bien formado y concentrado en prepararle la comida.
El primogénito de la familia Méndez, el niño que siempre tuvo a decenas de empleados a su alrededor, que creció entre fiestas lujosas, juguetes de colección, y nunca tuvo que mover un dedo para nada.
Siempre le alcanzaban la ropa, la comida, todo a la mano. Así había sido su vida.
Y sin embargo, ahora ahí estaba, parado en la cocina, con el cabello ligeramente despeinado cayéndole sobre la frente, los ojos atentos eligiendo condimentos, preparándole el almuerzo con esmero.
Desde que recuperó la vista, Isaac se metía a la cocina cada vez más seguido. Al principio apenas y podía freír un huevo, pero ahora ya le preparaba varios platillos caseros con una soltura que sorprendía.
Siempre tenía en cuenta lo que a ella le gustaba: prefería los sabores agridulces y le huía a lo picoso.
A Isaac le gustaba cuidarla. No era lo mismo que contratar a una empleada o a un chef particular, era una atención directa, hecha con sus propias manos, buscando hacerla feliz con pequeños detalles.
Isaac le acarició la cabeza, y Selena se acomodó en su hombro, hablando entre sueños.
Eligieron una comedia en Netflix. Selena se dormía y despertaba a ratos, mientras Isaac acabó recostándose con ella, apretándola fuerte porque el sofá era angosto y temía que rodara al piso.
—¿No te duele la espalda? —preguntó Selena, medio dormida.
—¿Por qué?
Ella parpadeó, desganada.
—Nada.
Se acurrucó más en él. A mitad de la película, el celular de Isaac vibró varias veces, pero él ni se inmutó.
—Te están llamando —murmuró ella, oyendo apenas el tono bajo con que él respondió:
—No importa.
Cerró los ojos, y los diálogos de la película se volvieron un murmullo lejano. Oía a los protagonistas discutir y reconciliarse en pantalla, pero lo único que sentía era el corazón de Isaac, firme y seguro, marcándole el ritmo del mundo.
En ese instante, solo quería grabar en su memoria el calor y el aliento de él.
Isaac la miró dormir en sus brazos, deslizó los dedos por las ojeras que empezaban a asomar bajo sus ojos, con tanta delicadeza que parecía temer romperle el sueño.

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