El Rolls-Royce se detuvo frente a un edificio discreto, cerca del distrito financiero de la ciudad.
Selena echó un vistazo por la ventanilla, y aunque la fachada no decía mucho, al entrar al vestíbulo quedó sorprendida: enormes ventanales dejaban pasar la luz de la noche y una fuente serpenteaba, iluminada por lámparas que se encendían una tras otra, desde la entrada hasta el elevador.
Isaac la tomó de la mano y la llevó hacia adentro.
En cuanto subieron al elevador, Isaac presionó el botón del último piso y, tras poner su huella digital, el ascensor comenzó a subir despacio.
Cuando las puertas se abrieron, una pared de cristal ofrecía una vista impresionante del Río Verde iluminado, como si la ciudad entera se desplegara ante sus pies.
—¡Isaac, Selena, por fin llegaron! —la voz de Felipe rompió el silencio.
Selena buscó la fuente del llamado y vio cómo Felipe se acercaba con entusiasmo, seguido de siete u ocho personas más. Todos eran viejos amigos de Isaac, los que nunca le dieron la espalda cuando perdió la vista.
La reunión no era tan grande, apenas una decena de personas sentados en círculo, pero cada uno era una figura reconocida en su mundo. Se notaba el aire de seguridad y privilegio en cada pequeño gesto.
—Antes de comer, ¿qué tal unas partidas? —propuso Felipe—. ¿Juegan baccarat?
Los chicos jóvenes de inmediato se animaron, frotándose las manos. Un mesero trajo una baraja nueva y la mesa se llenó rápido de fichas.
Selena se inclinó hacia Isaac y murmuró:
—No sé cómo se juega.
Isaac se acercó a su oído y le susurró:
—No te preocupes, yo te enseño.
El ambiente se cargó de energía en un instante. Las cartas volaban sobre la mesa, las fichas chocaban unas con otras con ese sonido tan particular. Isaac apostaba por Selena y, con paciencia, le iba explicando las reglas.
—Cuando el banquero tiene tres cartas… —le indicó, rozando su mano con la punta de los dedos mientras le explicaba en voz baja.
Selena apenas podía concentrarse, mirando de reojo el perfil de Isaac. Él mantenía una sonrisa ligera, pero sus ojos brillaban con la intensidad de alguien que no se le escapaba ningún detalle.
—Señor Galindo, ¿cuánto te costó el yate? ¿Por qué no lo apuestas? —Felipe bromeó, agitando el ambiente.
Galindo arqueó una ceja:
—¿Y tú qué vas a poner en la mesa?
Felipe se frotó la barbilla, pensándolo:
—Mi Lamborghini edición limitada, lo saqué del taller hace dos días.
Alguien silbó, impresionado.
—Isaac, ¿te animas o no? —Felipe lo retó, con la chispa de siempre en los ojos.
Isaac apretó la muñeca de Selena y le puso varias fichas en la mano.
—Tú apuesta por mí.
—¿Yo? Pero si no sé…
—¿De dónde sacaste esa suerte de diosa?
Selena, con las mejillas encendidas por la emoción, olvidó por completo dónde estaba. Agarró la manga de Isaac y exclamó:
—¡Ganamos!
Isaac, con ternura, le tocó la punta de la nariz:
—Fuiste tú la que ganó.
El señor Galindo, resignado, asintió:
—La señorita Monroy sí que nació con estrella para esto.
—¡Mi Lamborghini ni siquiera se rayó y ya tiene nuevo dueño! —Felipe fingió desmayarse, mientras otro amigo añadía con fastidio—: ¡Y yo que tenía apartado un Patek Philippe en Sotheby’s!
Isaac se rio con calma:
—Nadie los obligó a lanzar el reto.
—Ya, ya, acepto mi derrota —Felipe empujó sus fichas hacia el centro—. ¡A cenar! Vamos, que la plática sigue mejor en la mesa.
Entre bromas y carcajadas, todos se dirigieron al comedor. En el privado, una mesa redonda enorme estaba cubierta de platillos exquisitos.
Selena tomó asiento junto a Isaac, a su derecha. Frente a ella, un platillo especial: albóndigas de cangrejo con caldo, decoradas con dos láminas de oro, justo como había comentado la última vez que le gustaba esa preparación.

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