El Bentley negro se detuvo frente a una casa grande.
Valeriano bajó a Tatiana en brazos, la acomodó en la silla de ruedas y, con suavidad, la llevó hacia la entrada principal.
Detrás de sus lentes oscuros, Tatiana no podía evitar observar la fachada de la casa con una mezcla extraña de nostalgia y desconcierto.
Ese era el hogar que había compartido con Valeriano tras casarse, su nido de recién casados. Cinco años después, regresar ahí le parecía como despertar de un sueño ajeno y borroso.
—Tati, ya llegamos a casa —susurró Valeriano, inclinándose para hablarle cerca del oído con una ternura que casi sonaba falsa—. ¿Lo hueles? Esas flores, las tulipanes que me sembraste. Estos años las he cuidado bien, como prometí.
Tatiana miró el jardín del frente, donde los tulipanes se mantenían erguidos bajo la luz de la luna, desbordando vida y color.
Cada una de esas flores las había sembrado ella misma, solo porque Valeriano le confesó que era su flor favorita.
En aquel entonces, Tatiana solo tenía ojos para él. Si a Valeriano le gustaban los tulipanes, ella llenaba el jardín de cientos, sin detenerse a preguntarle nunca por qué.
Hasta que cayó en coma. Durante esos años perdidos, Margarita solía visitarla, siempre llevando un ramo de tulipanes frescos.
Ella le susurraba al oído con una sonrisa:
[Hermana, ¿todavía no lo sabes? Los tulipanes son mis flores favoritas. Qué bueno que sembraste tantos en el jardín. Cada vez que visito la casa que compartes con Valeriano, paso momentos muy felices.]
...
Una punzada de rabia se apoderó del corazón de Tatiana. Sin pensarlo, arrancó con fuerza uno de los tulipanes cercanos, partiendo el tallo en dos.
No se arrepentía de haber amado a Valeriano todos esos años. Si había apostado su corazón, podía aceptar perder. Pero lo que no toleraba era que Valeriano pisoteara su amor de esa manera.
Valeriano la empujó hasta la puerta.
La casa, que había planeado hasta el último detalle para su boda, llevaba su huella en cada rincón, incluso la cerradura de la puerta, que funcionaba con huella digital y que ella misma había escogido.
La altura de la silla de ruedas le permitía alcanzar el lector. Tatiana extendió la mano, por instinto, para colocar su dedo. Sin embargo, antes de tocarlo, la mano grande y firme de Valeriano la detuvo.
Sintió la humedad en la palma de Valeriano. Estaba nervioso.
—Tati, déjame abrir la puerta —le dijo él, fingiendo calma.
La mirada de Tatiana se endureció. Entendió al instante.
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