—¡Oh, estoy impresionado con tu eficiencia! Así que incluso has traído el contrato, ¿eh? —se burló Guido de la escena que tenía delante—. ¿Qué te hace pensar que mi padre lo firmará? Esto es demasiado divertido.
Al mismo tiempo, el teléfono móvil de Guido sonó.
—¿Qué pasa, papá? Sí, estoy en el Centro Comercial de Colina del Norte ahora. —Guido no esperaba recibir una llamada de su padre.
—Tú, ¡estúpido idiota! —Leopoldo Juárez estaba a punto de estallar de rabia mientras arremetía contra su hijo por teléfono—: ¿Sabes con quién te has topado? ¿Cómo has podido contrariarlo? ¡Ahora nos has hecho perder el restaurante giratorio! ¡Se ha acabado!
—Papá, ¿de qué estás hablando? —Guido dijo con desprecio—: ¡Es solo un inútil que me pareció un vagabundo!
—¿Qué demonios sabes tú? ¡Está muy por encima de nuestra liga y no es alguien con quien podamos permitirnos jugar! Quiero que te arrodilles y te disculpes con él de inmediato, ¡o puede que no llegues con vida a mañana! No estoy bromeando, hijo. Acabo de vender el restaurante giratorio. ¡Y eres tú el que me ha hecho perder el restaurante! ¡Te voy a dar una paliza cuando llegues a casa!
El rostro de Guido se puso pálido, blanco como el de un fantasma, al escuchar la salvaje bronca que su padre le había echado por teléfono. Sintió una punzada y se dio cuenta de que esto ya no era una broma.
«¡Este tipo en realidad había comprado el restaurante en diez minutos!».
Guido lanzó una mirada cautelosa a Leandro. Mientras tanto, Leandro y Abigail revisaban el contrato para terminar con las formalidades de la adquisición.
¡Leandro firmó al fin el contrato, y ahora era, de manera oficial, el dueño del restaurante!
Una horda de personas salió corriendo del restaurante en el momento en que se firmó el contrato. A la cabeza de la horda estaba Rubén, el director general del restaurante. Corrió hacia Leandro y lo saludó con una ostentosa sonrisa:
—Es un placer conocerlo, Señor Gutiérrez. Ahora es usted el único jefe del restaurante. ¡Por aquí, por favor, jefe!
—¡Por aquí, por favor, jefe! —repitió el resto del personal detrás de él, de manera sincronizada.
Guido solo podía mirar con ojos estupefactos. No podía creer lo que sus ojos estaban viendo.
«¿Así que el restaurante de mi familia ahora pertenece a otra persona? ¿Todo en cuestión de diez minutos?».
Leandro le hizo un gesto a Rubén y dirigió su mirada a Guido.
—Espera. ¡Todavía quedan asuntos pendientes! ¿No acabaste de insultar a Abigail llamándola p*rra y escupiéndola? Quiero que te arrodilles y limpies con la lengua toda tu saliva del suelo. El suelo tiene que estar impecable antes de que te deje ir.
—¿Quién demonios te crees que eres para pedirme que me arrodille y me disculpe? —Guido le contestó con mala forma a Leandro. Conocido por su altanería en Colina del Norte, Guido no tenía miedo de Leandro— ¡Ah!
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