C2- ESTÚPIDOS SUEÑOS.
La sala de la mansión Langley, no podía sentirse más fría en ese momento. Reginald caminaba de un lado a otro, con las venas del cuello marcadas y el rostro rojo de furia. Su traje caro parecía a punto de estallar por la tensión que acumulaba en cada paso.
—¡Voy a matar a ese maldito entrenador con mis propias manos! —bramó ―¡Y después a Katerina!
Kate, su hija menor, ni se movió. Mantenía la mirada baja, con las manos entrelazadas en el regazo. Sabía que cualquier palabra suya podría prender aún más la mecha.
Pero Mirabelle, su madre, fue todo lo contrario.
—¡Reginald, por favor! —exclamó con el rostro nervioso—. No es culpa de Katerina. Ese tipo… seguramente la embaucó. Ella no haría esto por sí sola. ¡No es su culpa!
Él se giró hacia su mujer con el rostro desencajado de la rabia.
—¿No es su culpa? —escupió —. ¿Sabes qué no es culpa suya? Que tú no hayas sabido criar a tus hijas. ¡Eso sí es tu responsabilidad, Mirabelle! ¡Maldit4 sea! Ojalá hubiera tenido hijos varones. Al menos uno. ¡Uno que no fuera una decepción, como estas tontas niñas estúpidas!
Kate alzó la mirada, sintiendo esas palabras en el pecho. Dolía. Pero ya hace mucho tiempo que no lloraba, al menos no frente a ellos. Solo tragó saliva y bajó la vista otra vez. Para hacerse Invisible, como siempre lo había sido.
Mirabelle se acercó a su esposo e intentó tomarle la mano, pero él se la sacudió con desprecio. Ella insistió:
—Mi amor, por favor… no te alteres así. Tu corazón no lo resistirá. Podemos solucionarlo, solo debemos pensar. Hablar con Grayson, tal vez...
—¿Hablar con Grayson? —la interrumpió con una carcajada fría—. Ese hombre va a arruinarnos. ¿Tienes idea de lo que significa esto? ¡Los contratos con Maxwell Industries están al borde del colapso! ¡Los bancos ya están apretando! ¡Y las deudas no paran de crecer!
Se giró de golpe y arrojó un jarrón de porcelana italiana contra el piso y trozos de cerámica volaron en todas direcciones.
Mirabelle se llevó la mano al pecho. Jadeaba. Pero no dijo más. En cambio, se giró lentamente hacia Kate, con los ojos llenos de rabia.
—¡Esto es tu culpa! —siseó, señalándola —. Siempre metiéndole esas ideas tontas de independencia y superación a tu hermana. ¿Qué tanto le decías, ah? ¿Qué podía ser libre? ¿Que no necesitaba cumplir con su deber para la familia? ¡Esto es culpa tuya!
Kate alzó la vista, atónita.
—Yo… yo no le dije nada, mamá —respondió, con la voz rota—. Katerina tomó sus propias decisiones. Yo no tengo nada que ver con esto.
—¡Mentira! —escupió Mirabelle, sin escucharla, sin querer entender—. Siempre metida en tus libros y en esas becas ridículas. Siempre queriendo ser alguien que no podrás ser. ¡Por eso Katerina se contagió de tus delirios! ¡Por tu culpa ahora somos el chiste de la alta sociedad! ¡Por tu culpa vamos a perderlo todo! ¡Por tu culpa!
Kate seguía en el sofá, quieta, mientras las palabras de su madre seguían dando vueltas en su cabeza.
Dolía.
Pero no era nuevo.
Era el mismo dolor de siempre.
Desde pequeña, había aprendido a pasar desapercibida. Su madre nunca le prestó atención, toda su energía iba para Katerina, la hija perfecta.
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