C59-TARDE A LA CELEBRACIÓN.
Priscilla se cepillaba el cabello frente al espejo, con movimientos lentos; su expresión era dura, helada y cargada de impotencia. Estaba cansada de que todos controlaran su vida, sobre todo su madre, quien pensaba que era una maldit4 muñeca que podía vestir, mover y entregar como mercancía.
Hacía apenas unos minutos le habían comunicado que su prometido era Esteban Sarmiento, un empresario de bienes raíces que le triplicaba la edad. Y solo pensar en él le provocaba asco, pero lo que más la envenenaba era la indiferencia de sus padres, como si estuvieran ansiosos de deshacerse de ella cuanto antes.
Siempre la habían comparado con su hermana mayor, siempre relegada a su sombra. Y ella, en su intento por ganar puntos con ellos, acató cada orden, se esforzó por ser la socialité perfecta, llegando incluso a involucrarse en el absurdo plan de Margaret.
—La odio… —murmuró con rabia, tirando de su cabello—. Te odio, Margaret Leclair.
Entonces pensó en él, y el dolor en su pecho se volvió insoportable. Recordó su mirada, sus palabras, esa forma de verla como nadie lo había hecho. Porque con él no había máscaras, con él era Priscilla, la real.
—Kenyi… —susurró cerrando los ojos, sintiendo cómo la garganta se le apretaba.
Entonces un golpe en la puerta la tensó.
—Señorita, su madre ordena que baje.
Por un instante estuvo a punto de decir que no iría, pero no era el momento de mostrar rebeldía. Fingiría ser otra vez la hija dócil, sumisa, obediente. Pero lo hacía con un solo propósito: esperar el instante justo para escapar. Porque antes muerta que ser la esposa de ese viejo.
Bajó las escaleras con un vestido negro sencillo y elegante y, cuando llegó al último escalón, lo vio: Esteban Sarmiento, un hombre de casi sesenta años, que la miraba con descaro, desnudándola con los ojos.
«Maldito, no me tocarás nunca», se prometió con furia contenida.
Su madre se acercó y la tomó del brazo con más fuerza de la habitual.
—Hija —dijo fingiendo alegría—, aquí está Esteban… ve y saluda como se debe.
La arrastró hasta él y luego se apartó.
Priscilla apretó los labios, incapaz de pronunciar lo que quería: maldecirlo, gritar que lo odiaba.
¿Qué pecado había cometido para merecer unos padres así?
Las venas del cuello de Inés se tensaron y Rick, su padre, bajó la cabeza, incapaz de sostenerle la mirada.
—Si tanto quieres su apoyo económico —continuó Priscilla, alzando la voz con un desprecio feroz—, entonces follátelo tú. Al fin y al cabo, ya tienes amantes. Y papá se hace el imbécil porque se acuesta con su asistente.
Los rostros de sus padres se contrajeron de vergüenza y ella soltó una carcajada amarga.
—¿Crees que no lo sé? Que a papá le gustan los hombres… ja. Viven en una mentira, en una farsa ridícula; ninguno de los dos es feliz. Entonces, ¿por qué yo tengo que sacrificarme? ¿Por qué yo? ¡Váyanse al infierno los dos!
El cristal de la copa que Inés sostenía estalló contra el suelo. La mujer, furiosa, levantó la mano para golpearla y Priscilla cerró los ojos, dispuesta a soportar el golpe con la cabeza en alto, pero nunca llegó.
Porque un segundo después, la puerta se abrió de golpe y el estruendo hizo que todos se quedaran en silencio.
Cinco hombres armados entraron impecables y listos para matar. Y Kenyi apareció detrás, con traje oscuro y mirada letal, donde su sola presencia llenaba la sala.
—¿Llegué tarde a la celebración?

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