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De Esposa Desechable a Cirujana Renacida romance Capítulo 169

Fabián utilizó la manga de su camisa para limpiar la sangre y el lodo de las manos de Frida. Al mismo tiempo, se inclinó y sopló con suavidad sobre la herida, como si pudiera aliviarle el dolor con ese simple gesto.

Frida apretaba el ceño, conteniendo las lágrimas que amenazaban con caer. Esa imagen suya, tan frágil y vulnerable, casi derretía el corazón de Fabián.

Él la miró con una preocupación sincera y, con voz baja y suave, preguntó:

—¿Todavía te duele?

Frida apenas movió los labios, negó con la cabeza y respondió:

—Fabián, estoy bien. En serio, no me duele tanto.

Fabián la ayudó a ponerse de pie, ofreciéndole su brazo.

—Te llevo de regreso. Al llegar, te desinfecto la herida con un poco de medicina.

Las lágrimas de Frida, al fin, rodaron por sus mejillas.

—Fabián, la culpa es mía. No pude ayudar a Edgar.

Fabián, con toda delicadeza, secó las lágrimas de las comisuras de sus ojos y le respondió:

—No tienes la culpa de nada. Hiciste todo lo que pudiste.

Pero Frida seguía sintiéndose mal, con la voz cargada de remordimiento:

—Soy doctora, igual que Hugo. Nos graduamos de la misma universidad, pero yo no tuve el valor ni la habilidad para hacer esa cirugía. Si hubiera podido, no habría tenido que suplicarle a nadie… Fabián, me siento tan inútil.

Fabián le revolvió el cabello con ternura y le habló con dulzura:

—Ya eres increíble como eres. No deberías culparte así. Si Edgar supiera que te estás echando la culpa, tampoco lo soportaría.

Frida, con los ojos enrojecidos, bajó la mirada y asintió en silencio:

—Sí…

Fabián siguió sosteniéndola mientras la llevaba hacia el salón principal. Belén estaba ahí de pie, sin moverse ni decir palabra, solo observándolos a ambos.

Antes de salir de la habitación, Fabián se volvió y miró directamente a Belén. En sus ojos, se notaba una furia contenida, casi como si una tormenta le palpitara dentro.

Era obvio que estaba molesto.

Belén, sin embargo, no esquivó su mirada. Mantenía la cabeza en alto, enfrentándolo con una franqueza absoluta.

Ambos se quedaron así, mirándose, sin decir nada. Pero en ese silencio, Belén entendió perfectamente lo que Fabián quería decirle con su mirada.

Él le estaba reprochando que se había pasado de la raya.

¿Pero de verdad había sido culpa suya? Si Frida la detuvo para que no se fuera, y por eso se tropezaron, ¿por qué la culpa caía sobre ella y no sobre Frida?

Al salir de Mansión Armonía, justo en ese momento, un carro blanco se detuvo junto a la acera. La puerta se abrió y bajó una chica con vestido largo blanco.

Belén alzó la vista y se dio cuenta de que era Pilar.

En el asiento del copiloto, Cristian todavía no bajaba, pero unos segundos después, lo hizo, aunque evidentemente sin ganas.

Desde que Belén y Fabián se casaron, Pilar y Cristian casi no visitaban la Mansión Armonía. Las pocas veces que lo hacían, era solo para ver a Cecilia.

Aun así, aunque sus visitas eran escasas, siempre había dos o tres ocasiones al año en que se aparecían.

Antes, cuando ellos venían, Belén los recibía con alegría. Preparaba de todo: tamales, guisos, comida al horno…

Todo lo que a Pilar y Cristian les gustaba, Belén se las arreglaba para cocinarlo, sin importar el esfuerzo.

Pero esa noche, al verlos, ni una sombra de sonrisa se dibujó en su cara. Mucho menos la calidez de antes.

Sabiendo que no venían por ella, Belén decidió rodearlos y marcharse, pero Pilar la tomó del brazo de repente:

—Belén, quiero hablar contigo.

Belén se quedó pasmada, los ojos rojos de tanto contener el llanto, y preguntó:

—¿Así que tú también vienes a pedirme un favor?

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