El mundo exterior se desvaneció.
Los gritos preocupados de la enfermera, el pitido estridente de la máquina, todo se convirtió en un zumbido lejano.
Thaís ya no estaba en la habitación del hospital.
Estaba de pie, de nuevo, en el borde del mundo.
El viento salado le enredaba el pelo, frío y húmedo. El rugido de las olas contra las rocas era un trueno constante bajo sus pies.
Llevaba un vestido ligero que se pegaba a su cuerpo y la mascada de seda azul y verde anudada al cuello.
El brazo de Liam la rodeaba por la cintura. Un ancla. Una seguridad.
Su cuerpo estaba presionado contra el de ella. Podía sentir el calor de su pecho a través de la tela, oler su colonia amaderada mezclada con el aroma del mar.
—Mira qué belleza —dijo él, su aliento cálido en su oreja—. ¿No es el lugar más romántico del mundo?
Ella se había reclinado contra él, feliz, enamorada. Confiada.
—Contigo, cualquier lugar lo es.
Recordó haberle dicho eso. Recordó la sonrisa que él le dedicó, una sonrisa que no llegó a sus ojos.
Había algo extraño en su mirada ese día. Una quietud, una distancia que ella no supo interpretar.
—Date la vuelta —le susurró él—. Quiero tomarte una foto. Con el mar de fondo. Serás la reina del océano.
Ella obedeció, riendo.
Se giró, dándole la espalda, y extendió los brazos, como si quisiera abrazar el horizonte.
El viento la envolvía. Se sentía libre, viva, en la cima del mundo.
El clic de la cámara de su teléfono sonó una, dos veces.
Luego, silencio.
Solo el viento y las olas.
—¿Listo? —preguntó ella, todavía de espaldas—. Me estoy congelando.
No hubo respuesta.
Un escalofrío, que no tenía nada que ver con el frío, le recorrió la espalda.
Se giró lentamente.
Liam estaba de pie a un par de pasos de ella. Había guardado el teléfono en el bolsillo de su saco.
Su rostro era una máscara.
La sonrisa se había ido. La ternura en sus ojos, también.
Lo que quedaba era un frío glacial, una determinación de acero que nunca antes había visto. Sus ojos azules la miraban como si fuera una completa extraña. Un obstáculo.
—Liam… ¿qué pasa?
Su voz tembló. El miedo, repentino y helado, la paralizó.
Él dio un paso hacia ella.
—Lo siento, mi amor.
Esas fueron las palabras. Las mismas que habían resonado en el eco de su mente. Frías. Planas. Sin una pizca de remordimiento.
No entendió. No en ese momento. Su mente se negó a procesarlo.


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