Las horas que siguieron a la revelación fueron un infierno silencioso.
Thaís yacía inmóvil en la cama, con los ojos fijos en el techo blanco, mientras la verdad se asentaba en sus huesos como un frío glacial.
Cada recuerdo falso, cada palabra de amor de Liam, ahora se repetía en su mente teñido de veneno.
Su sonrisa preocupada.
La forma en que le daba la sopa.
Sus susurros de "mi amor".
Todo era una mentira. Una burla cruel.
Él la había empujado hacia la muerte y luego había vuelto para interpretar el papel del héroe salvador.
¿Y Camelia? Su dulce y preocupada "hermana". La risa que escuchó detrás de la puerta. Su gesto íntimo con Liam.
Cómplice. Por supuesto que era cómplice. Ansiando su vida, su lugar, su marido.
¿Y Julián? Su propio hermano. Sus ojos huidizos, su nerviosismo. Él también lo sabía. La había traicionado por dinero, por debilidad.
Estaba sola. Rodeada de lobos disfrazados de ovejas.
La mujer que había sido, la Thaís Monteverde que confiaba ciegamente en el amor y en la familia, había muerto en ese acantilado.
Murió cuando el hombre que amaba la empujó al vacío.
Murió de nuevo cuando el agua helada llenó sus pulmones.
Y su fantasma, la mujer confundida y amnésica, acababa de morir en esa cama de hospital.
Lo que quedaba era algo nuevo.
Algo duro.
Algo forjado en la traición y templado en el fuego de una rabia helada.
Una lágrima solitaria se deslizó por su sien y se perdió en su cabello.
Fue la última que derramaría por ellos.
A partir de ese momento, cada latido de su corazón tendría un solo propósito.
Con una calma que la sorprendió a sí misma, limpió cualquier rastro de ira o de dolor de su rostro.
Relajó los puños, que había mantenido apretados hasta que sus uñas se clavaron en sus palmas.
Compuso una expresión de confusión, de vulnerabilidad.
La Thaís muerta era su mejor disfraz.
Cuando la puerta se abrió y Liam entró con una bandeja de comida y su sonrisa perfectamente ensayada, encontró a su esposa mirándolo con ojos grandes y perdidos.
—Liam… —dijo, su voz temblorosa y frágil—. Tuve una pesadilla horrible.
Él dejó la bandeja y corrió a su lado, tomando su mano.
—Tranquila, mi amor. Estoy aquí. Nada malo te va a pasar.
Thaís se aferró a su mano, la mano de su asesino, y hundió el rostro en su pecho, ocultando la sonrisa gélida que se dibujaba en sus labios.
El juego acababa de comenzar.
Y ella iba a escribir las reglas.

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